En Guatemala, el presidente amagó un auto golpe al estilo Serrano Elías -frenado quizá por algún “poder superior”- dejando en el ambiente la certeza de que la débil democracia, conseguida después de 36 años de un sangriento conflicto armado interno, no tiene la suficiente fuerza para salir indemne de los constantes embates de gobiernos corruptos vinculados íntimamente a las fuerzas castrenses y grupos empresariales que han dominado durante décadas la vida de esa nación. Con un estilo imitado de otros dictadores, Morales se lanzó de lleno a defender su posición declarando abiertamente la guerra a quienes pretenden consolidar el estado de Derecho, fortalecer al sistema de administración de justicia, terminar con la corrupción y acabar con la impunidad. Su mensaje desde el palacio de gobierno y rodeado de oficiales de las fuerzas armadas afianzó la convicción de que el mandatario no es más que un peón controlado y sostenido por el ejército.

La respuesta de la ciudadanía ante el cuadro desolador de los poderes del Estado, transformados en reductos seguros para garantizar privilegios e inmunidad a quienes delinquen desde las instituciones públicas, no tiene siquiera la fuerza suficiente para provocar inquietud en esos círculos. La sociedad civil ha sido fragmentada a través de insidiosas campañas anónimas desde centros de control informático y desde medios de comunicación favorecidos por los políticos de turno. También ha tenido un efecto devastador el acoso, las amenazas y asesinatos contra líderes comunitarios y periodistas cuyo trabajo ha puesto en descubierto actos flagrantes de corrupción.

Es tan descarada la manera como los funcionarios se blindan contra la acción de la justicia que dejan pocas probabilidades de verse afectados por manifestaciones de protesta, la mayoría de ellas debilitadas por el miedo a las consecuencias y la pasividad de una parte importante de la población, por lo tanto carentes del impacto necesario para causar efecto.

Este cuadro no es exclusivo de Guatemala. Ya sucede algo similar en Honduras, Nicaragua, Brasil, Argentina y otras naciones en donde las democracias conquistadas a fuerza de grandes sacrificios y enormes pérdidas humanas, se debilitan aceleradamente en esta suerte de “neo guerra fría” en donde la influencia de las grandes corporaciones y los intereses geopolíticos de Estados Unidos constituye una marca de identidad largamente conocida en nuestro continente. Las consecuencias del perverso juego de poner y quitar dictaduras, negociar con los grupos económicos, romper acuerdos y crear otros más convenientes a sus intereses ha causado el empoderamiento de grupos criminales cuyos tentáculos en el cuerpo institucional de los Estados les ha convertido en un poder paralelo con trágicas consecuencias para las democracias latinoamericanas.

Lo sucedido en Guatemala durante los días pasados marca un regreso a las épocas más oscuras de las dictaduras de los años 80 en muchos los países del continente. Esta nueva guerra contra los derechos ciudadanos, con el ingrediente adicional de una renovada política represiva hacia grupos de mujeres, diversidad sexual, defensores del ambiente y pobladores opuestos a las explotaciones mineras que no dejan ningún beneficio, aumenta la presión del caldero y expone al país a una explosión social de nefastas consecuencias. Ante esto, la única respuesta posible es un movimiento de unidad ciudadana capaz de anular el efecto de las estrategias divisionistas de sus enemigos más cercanos y más peligrosos: sus propios gobernantes.