Han sido lamentables las referencias sobre Allende de Piñera. Dijo, sin antecedente alguno, que el presidente Allende había utilizado métodos no democráticos y que había promovido la violencia. Palabras injustas que no corresponden a la realidad.

El 11 de septiembre se cumplen 45 años del golpe militar que destruyó la democracia en Chile. Políticos y empresarios de derecha, con el apoyo de funcionarios norteamericanos, utilizaron a las fuerzas armadas para derrocar el gobierno de Salvador Allende, que todavía no cumplía tres años de mandato. Militares de infantería, tanques de combate y aviones de guerra atacaron La Moneda, exigiendo la renuncia del presidente.

La respuesta no se hizo esperar: “¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado, a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.” Así se dirigía al país el presidente Allende por radio Corporación, la única que quedaba en el aire. Entregaba su vida en defensa de la república.

El nombre de mi padre, Oscar Pizarro, aparece en el acta de fundación del Partido Socialista de Chile. Era miembro de una de las cinco organizaciones que se unieron para formar ese Partido en el año 1933. Su militancia me permitió conocer a Salvador Allende por primera vez, en el año 1958, en torno a su segundo intento por alcanzar la presidencia. Fue en mi casa de la calle Club Hípico, muy cerca del centro de Santiago. Me impresionó su elegancia y voz microfónica.

Pero, en realidad, el contacto más directo que tuve con Allende fue en octubre de 1971, cuando ya era presidente. El Centro de Estudios Socioeconómicos, de la Universidad de Chile, que yo dirigía, había invitado a un grupo destacado de intelectuales a un seminario sobre la transición al socialismo y la experiencia chilena. Allí estuvieron Paul Sweezy, economista norteamericano, director de la revista Monthly Review, la intelectual italiana Rossana Rossanda, resistente antifascista y fundadora de la revista Il Manifesto y Lelio Basso, destacado dirigente del socialismo italiano.

Al término de nuestras actividades, el presidente Allende nos invitó a almorzar a la casa de gobierno. Sentados frente a frente, y en presencia de los invitados al seminario, me pidió que le contara sobre el trabajo realizado. Le dije que las ponencias y discusiones habían sido muy interesantes y, en mi opinión, un aporte para el proceso de transición al socialismo, que vivíamos en nuestro país. Pero, le manifesté mi molestia, porque el diario Puro Chile, de orientación progubernamental, había criticado duramente algunas opiniones, con cierto sesgo izquierdista, de nuestros invitados. Les había otorgado el “Huevo de Oro”[1].

Sin vacilar un momento el presidente me dijo textualmente: “Roberto, yo también he recibido el “Huevo de Oro”, por opiniones e incluso iniciativas que he impulsado. Pero, eso no debe molestarnos. Nunca debes olvidar que nuestra propuesta política, la vía chilena al socialismo, se caracteriza por la más irrestricta libertad de prensa y que nuestro país debe ser un ejemplo de funcionamiento pleno de la democracia”.

Esa afirmación ponía de manifiesto el tipo de socialismo que Allende quería para Chile. Transformar radicalmente el capitalismo y construir una nueva sociedad, con plena vigencia de la democracia y libertades.

Allende y el gobierno de la Unidad Popular impulsaron un programa de transformaciones, profundamente revolucionario. La nacionalización del cobre permitió recuperar los miles de millones de dólares que se llevaban las empresas transnacionales; la profundización de la reforma agraria, que permitió a campesinos y mapuches beneficiarse de las tierras que trabajaban; el control público de la banca y de las empresas monopólicas para terminar con la usura en el crédito y los precios injustos a los consumidores; la enseñanza pública y gratuita, que se multiplicó a todos los jóvenes; y, una inédita participación popular en las decisiones políticas del país.

Pero, al mismo tiempo, esas transformaciones, que apuntaban a sustituir el capitalismo, se impulsaban sin violencia, mediante el ejercicio pleno de las libertades democráticas y el respeto a los derechos humanos. Transformar radicalmente, pero en el marco de las instituciones vigentes.

Allende trascendía el pensamiento de su época. Mientras la revolución cubana empujaba a las juventudes latinoamericanas a adoptar la lucha armada para transformar las estructuras oligárquicas, Allende insistía en utilizar las instituciones democráticas para impulsar transformaciones. Reconocía en Fidel Castro un ejemplo de lucha, pero no asumía sus métodos.

En el Pleno Nacional del Partido Socialista, el 18 de marzo de 1972, sostiene: “No está en la destrucción, en la quiebra violenta del aparato estatal, el camino que la revolución chilena tiene por delante. El camino que el pueblo chileno ha abierto, a lo largo de varias generaciones de lucha, le lleva en estos momentos a aprovechar las condiciones creadas por nuestra historia para reemplazar el vigente régimen institucional, de fundamento capitalista, por otro distinto, que se adecue a la nueva realidad social de Chile.”

Esa concepción de Allende es la que permite que durante los mil días de la Unidad Popular la democracia y las libertades públicas se ampliaran como nunca en la historia republicana. Periódicos, radios y canales de TV de variado tinte político, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda; trabajadores, que nunca antes habían podido manifestarse, multiplicaban los sindicatos y hablaban de igual a igual con los patrones, y participaban en las decisiones de las empresas; estudiantes eran miembros de los consejos de dirección de las universidades; campesinos se organizaban y reunían libremente para acceder a la propiedad y cultivo de la tierra; y, mujeres y hombres en los barrios se organizaban en juntas de vecinos.

Durante el gobierno de Salvador Allende no sólo se desplegaron en plenitud las libertades de la democracia representativa. Había nacido algo más. Se construía un tipo de democracia que favorecía la participación de todos los ciudadanos y que, con formas directas, incorporaba a en la construcción del país a quienes en el pasado habían sido excluidos. La democracia y las libertades se habían multiplicado.

Los intereses internacionales y nacionales no aceptaron el desafío que les impuso el gobierno de Salvador Allende. No aceptaron retroceder en el control absoluto del poder económico y político que habían detentado durante toda la historia de Chile. Y a partir de ese momento llega la violencia. La derecha golpista, sin capacidad civil para enfrentar a la mayoría popular, comprometió a los militares en la sucia tarea de restaurar la injusticia.

Fue triste y trágico el 11 de septiembre de 1973. Triste, porque Allende, el mejor de los nuestros, moría en La Moneda, en medio de la metralla de soldados chilenos. Hasta el último minuto de su vida defendió la república y ratificó su promesa: “únicamente muerto impedirán que cumpla mi compromiso con el pueblo”. Trágico, porque con el golpe civil-militar se clausuraba abruptamente el ciclo de ascenso del movimiento popular, que alcanzaría su máxima expresión con el gobierno de la Unidad Popular.

Se inauguró así un periodo oscuro, que impuso el crimen de Estado y que, al mismo tiempo, decidió eliminar todos los derechos económicos, sociales y políticos, que el movimiento popular había conquistado durante largas décadas.

Las transformaciones en favor de las mayorías y el desborde de alegría popular que caracterizaron el gobierno de Allende terminaron abruptamente y se inició la restauración conservadora. El sistema político excluyente y el modelo económico de desigualdades, instaurado por Pinochet, han hecho retroceder a nuestro país en muchas décadas.  En la actualidad, son unos pocos grupos económicos los que monopolizan la riqueza que producen todos los chilenos y su inmenso poder les ha permitido además poner a su servicio a gran parte de la clase política.

La figura de Allende permanece en la memoria colectiva del pueblo chileno. Su consecuencia y valentía han trascendido las fronteras de Chile. No sólo los humildes de nuestro país, sino los demócratas del mundo entero reconocen en Allende al líder que se propuso transformar a la sociedad chilena por medios pacíficos y respeto a las libertades públicas. Su proyecto de construir una sociedad más igualitaria se conoce en los más diversos países y su nombre está presente en calles y plazas.

Por ello han sido lamentables las referencias sobre Allende del actual presidente de Chile, Sebastián Piñera. Dijo, sin antecedente alguno, que el presidente Allende había utilizado métodos no democráticos y que había promovido la violencia. Palabras injustas que no corresponden a la realidad. Ofenden la memoria del demócrata y revolucionario que quiso, por medios pacíficos, terminar con las desigualdades en el país.

La violencia y los mecanismos no democráticos fueron impuestas por los civiles y militares que controlaron el gobierno mediante un golpe de Estado. Y a partir de ese momento el odio contra el pueblo y los crímenes de lesa humanidad caracterizaron la dictadura de Pinochet.

Los asesinatos, el exilio, la represión y el neoliberalismo que caracterizaron la dictadura de Pinochet no podrán borrar de nuestra memoria que durante los mil días de la Unidad Popular, los obreros, los campesinos, los jóvenes y los desamparados pudieron expresarse con plenitud, hablar de igual a igual con los dueños del capital y desafiar a aquellos que por siglos habían usufructuado de la riqueza y el poder en nuestro país. Ese periodo de felicidad no será olvidado. Y se lo debemos a Salvador Allende.

Se podrá discutir en torno a los errores del gobierno de la Unidad Popular. Pero, lo indiscutible es que el presidente Allende estuvo siempre del lado de los trabajadores y de las libertades de los chilenos.

Lamentablemente gran parte de la generación política, que acompañó a Salvador Allende en su lucha transformadora, ha terminado administrando el régimen político de injusticias y el modelo económico de desigualdades que instaló el dictador Pinochet. Las anchas alamedas todavía no se han abierto para el pueblo chileno.