Luego de un abril ventoso, lluvioso, frío, irregular, Berlín aparece en todo su esplendor, irreconocible para quien solo había estado en sus inviernos. Sus parques en tiempos primaverales nada tienen que ver con esos mismos parques invernales. Rebosantes de bicicletas, viejos, jóvenes y niños, le sacan el jugo al sol y al día que se alarga. Los parques, las plazas, los jardines reverdecen con fuerza.

Aprovecho de caminar, mirar y leer. En casa, cerca de Wollankstrasse, leo un libro de la rusa Svetlana Alexiévich, “Los últimos testigos”. En él se vuelcan los relatos de quienes sobrevivieron a la segunda guerra mundial luego del paso de los alemanes en su ruta a Moscú y que vieron morir a sus padres y hermanos. Todos los relatos son dramáticos. En uno de ellos sacan a un matrimonio de su casa, la queman, los llevan al bosque y al marido y uno de sus hijos de 13 años los hacen cavar su propia fosa, mientras fuerzan a su madre e hija a verlos sin llorar bajo la amenaza de dispararles. Hecha la fosa, los acribillan para caer al fondo. Son los estragos de toda guerra cuyas secuelas se perciben en el aire, en las calles, en los barrios de Berlín.

Donde mi hijo, que está en el barrio de Neukölln, lee “Volver a los 17”, un libro de varios autores que incluye relatos de quienes eran niños bajo la dictadura chilena iniciada en 1973. Relatos que dan cuenta de las peripecias vividas, las persecuciones sufridas, la búsqueda de trabajo, detenciones, de la resistencia y los abusos.

Donde mi hija, quien también vive en Berlín, cerca de Oestlerstrasse con Pankstrasse, lee “Ensayo sobre la ceguera”, del portugués José Saramago. En él se da cuenta de quien repentina, sorpresivamente, mientras va manejando se queda completamente ciego, viendo todo blanco. No puede seguir manejando, por lo que se produce una gran congestión. Un buen hombre lo ayuda para conducirlo hacia su casa. Luego la señora lo lleva al oculista, lo examinan. Le hacen las preguntas de rigor. No le encuentra nada, todo perfecto, pero no ve. Primera vez que se encuentra ante un caso de esta naturaleza que parece no tener explicación. No sigo para estimular su lectura.

Estando en Berlín, y cuando aún no se apagan los ecos de la guerra en Siria, Corea del Norte y Corea del Sur parecen estar iniciando el sendero hacia su reunificación de la mano de sus respectivos líderes. ¡Quién lo hubiese creído! Constituye todo un hito, tal como en su momento lo fue la reunificación alemana a menos de medio siglo del término de la Segunda Guerra Mundial.

Aprovechando mi estadía, me contacto con el editor de Pressenza en Berlín. Nos juntamos en un café, donde nos servimos un exquisito capuchino mientras conversábamos de todo, sobre lo divino y lo humano. Por momentos parecíamos, o al menos yo así lo sentía, dos líderes mundiales, que teníamos en nuestras manos el porvenir de la humanidad. Dos líderes sin escoltas, sin ejércitos ni flotas ni aviones, que nos despedimos de abrazo. Él regresó a su casa en bicicleta, y yo a la mía caminando a la estación del metro para tomar el U-bahn.

Mientras tanto, en América Latina seguimos comulgando con ruedas de carreta en materias fronterizas. ¿Cuándo será la hora de nuestra reunificación? ¿De que conformemos los Estados Unidos de Latinoamérica?