La decisión del máximo tribunal de justicia del Brasil, rechazando el recurso presentado por Lula contra su condena a 12 años por corrupción está allanando el camino para su encarcelamiento. Lo resuelto tiene implicancias políticas insoslayables de cara a las próximas elecciones que tendrán lugar en octubre del presente año: saca de la carrera presidencial a quien encabeza las encuestas con un 35% de adhesión popular y pone en la proa a quien va segundo, Jair Bolsonaro, un exmilitar, admirador de la dictadura y defensor de la aplicación de torturas, con cerca de un 20% de las expectativas de voto.

Lula ha copado el escenario político brasilero desde los tiempos dictatoriales. No le fue fácil acceder en el año 2003 a la presidencia por el temor que inspiraba su partido, el partido de los trabajadores (PT). Sin embargo, una vez en la presidencia, no obstante su origen humilde, obrero, sindicalista, demostró ser capaz de gobernar bajo un esquema de izquierda moderada, diseñando e implementando programas sociales en beneficio de los sectores más desposeídos, los que permitieron reducir significativamente la pobreza que desde siempre ha afectado a Brasil. Al postular a un segundo mandato en el año 2006, vuelve a triunfar gracias al reconocimiento popular. Gobierna hasta el año 2010, cuando Dilma Rousseff, quien fuera su jefa de gabinete y del mismo partido de Lula, el PT, se gana electoralmente el derecho a sucederlo.

Mientras tanto, la corrupción se extiende sin piedad, no sólo en Brasil, sino que en el continente y en el mundo. La corrupción se globaliza, se internacionaliza, en el caso brasilero de la mano de la empresa constructora Odebrecht. Salpica a Lula y a toda la clase política y judicial brasilera. Mediante un golpe blando, vía judicial, Rousseff se vio obligada a dejar la presidencia, siendo reemplazada por el actual presidente Temer. Todo ello, en virtud de un juicio iniciado por quien hoy se encuentra en la cárcel. El ladrón detrás del juez. En medio de esta caza de brujas está cayendo arrollado Lula. Como para afirmar: quien esté libre de pecado, que levante su mano.

En paralelo, desde los cuarteles militares se escuchan ruidos de sables, no faltando quienes se soban las manos esperando su hora. No resisten la tentación de involucrarse. Es así como el comandante en jefe del Ejército advierte, vía twitter: «Aseguro que el Ejército brasileño juzga compartir el anhelo de todos los ciudadanos de bien, de repudio a la impunidad y de respeto a la Constitución, del mismo modo que se mantiene atento a sus misiones institucionales». Momentos después, otro general, por la misma vía, afirma: «Tengo la espada al lado, la silla equipada, el caballo listo y aguardo sus órdenes!!». Entusiasmado, otro general de la cúpula militar, sostiene: «Comandante!! Estamos juntos en la misma trinchera». Frase que es complementada por un tercer general, al declarar: «Estamos juntos, comandante». Para rematarla, poco antes, un general en la reserva, había declarado que si Lula no era enviado a la cárcel, «el deber de las Fuerzas Armadas es restaurar el orden». Palabras sacan palabras.

Dentro de las propias FFAA hay voces que invitan a la mesura, expresando que no se trata del pensamiento de todas las FFAA brasileras. Es así como el jefe de la aviación, que exige respetar la Constitución «sin apasionarse hasta el punto de poner las convicciones personales por encima de las instituciones». Además, procura poner paños fríos, afirmando que «Intentar imponer nuestras convicciones o las de otros es lo que menos necesitamos en este momento».

Ante estas declaraciones, el gobierno mira al techo, relativizando los mensajes remitidos desde las altas esferas militares y que entrañan el más descarado intervencionismo, olvidando que en democracia el poder militar no debe inmiscuirse en la contingencia y que debe subordinarse al poder político.

No pocos afirman que no están los tiempos para golpes. Lamentablemente, a lo largo de estas décadas de transición democrática que han estado viviendo nuestros países, no se han producido dos cambios esenciales con la radicalidad requerida. Uno, el de la subordinación real del poder militar al poder político, desde el momento que este último ha actuado pensando más en no pisar callos en el ambiente militar. Y dos, no se ve a la fecha que haya arrepentimiento alguno, ni institucional ni personal, por parte de quienes en su momento, cuando tuvieron el poder total, incurrieron en prácticas de exterminio. Estas dos circunstancias impiden asegurar que lo ocurrido en la fase militarista latinoamericana, no se vuelva a repetir.

La polarización que está viviendo la sociedad brasilera es la antesala del golpismo cuya virulencia no tendrá parangón en la historia del continente. Los perdedores serán los mismos de siempre, porque quienes tienen la manija, también siguen siendo los mismos de siempre.