La catarsis a través de las redes no sirve para combatir la corrupción.

Dar vueltas y vueltas a los argumentos de siempre por medio de plataformas mediáticas y redes sociales, es una táctica muy básica para calmar la ansiedad y tranquilizar la conciencia ante la inacción y la aceptación tácita de un estado de cosas inconcebible -por viciado y criminal- en donde la impunidad prevalece a pesar de los pesares. Está bien aplaudir cada intervención de don Iván Velásquez, el Comisionado de la Cicig cuyas apariciones provocan gran expectación. Sin embargo lo que no está bien es observar sus denuncias desde la posición de espectador de una obra ajena, algo a lo cual no se le debe participación alguna, una obra cuyo desenlace corresponde al trabajo de otros, al interés de otros, al riesgo de otros.

Ante el desfile interminable de nombres de empresas e individuos cuya participación en escandalosos actos ilegales, cuya envergadura ha llegado al extremo de poner al Estado en peligro de colapso, da la impresión de observar un organismo vivo invadido por la metástasis y sin perspectivas de sobrevivencia. Algunos son individuos poderosos, miembros de familias acaudaladas pertenecientes a la “alta sociedad” guatemalteca, reputada por su habilidad para incidir en el rumbo de la política gracias a sus generosos aportes financieros durante las campañas. Otros pertenecen a la casta de los recién llegados, cuya habilidad para saquear los fondos públicos ha sido amparada por un sistema diseñado a propósito para garantizar la impunidad.

Mientras tanto, quienes trabajan para acabar con esta monumental obra de relojería construida para el goce de unos pocos, lo hacen en solitario y luchando contra toda clase de corrientes subterráneas de sobornos, amenazas y resquicios legales cada vez más descarados y perversos. Son como el burro empujando la rueda del molino; no logran avanzar porque una y otra vez regresan al punto de partida en su esfuerzo por hacer el quite a las trampas y a los innumerables recursos diseñados ad hoc para inmovilizar los casos y entorpecer las investigaciones.

Del mismo modo como sucede con los casos emblemáticos de corrupción y saqueo de los fondos públicos, sucede con otros miles de casos entrampados en los tribunales gracias a un sistema podrido cuyo objetivo es claro y preciso: nunca lograr una sentencia, jamás permitir el imperio de la justicia. El eterno juego de los abogados corruptos acostumbrados a manejar la ley a partir de sus vacíos y de las oportunidades creadas para evadirla. Por ello, si a pesar del poderoso tinglado construido para hacer frente a los escándalos de corrupción resulta casi imposible avanzar, hay que imaginar qué sucede cuando un ciudadano entre millones plantea una denuncia de cuyo resultado depende su integridad, sus bienes y su vida. Nada. El expediente, si al final de mucho logra avanzar, es archivado durante años hasta que el denunciante desista por cansancio, aumentando así su ya firme convicción de que en el país no hay justicia.

Hay que soltar al pobre burro de la rueda y dejar su camino libre para reconstruir un sistema caracterizado por ser paralizante y anquilosado. Es imprescindible la depuración del ejercicio profesional para arrojar luz sobre los rincones oscuros, allí en donde se cuecen los negocios sucios, para construir una nueva plataforma de confianza y ética que garantice una administración de justicia transparente para toda la ciudadanía y no solo para unos pocos. Un sistema capaz de dar esperanza de cambio y eficacia para un país en profunda crisis y con un débil y tambaleante estado de Derecho.