Por Husni M.A. Abdel Wahed

No resulta sencillo intentar resumir en un artículo la tragedia de la ocupación a la que sigue siendo sometido el pueblo palestino luego de 50 años. Más de alguno podría incluso pensar que ya, a estas alturas, se trata de un asunto rutinario; de cumplir casi mecánicamente con la recordación de esta efemérides como un rito más que cada mes de junio, en un nuevo aniversario de una Guerra de los Seis Días que significó la pérdida total de nuestro territorio, se hace indispensable para sostener una demanda, una mecánica expresión de deseo o alimentar una quimera que en el día a día se hace cada vez más inalcanzable.

Pero todo cambia drásticamente cuando nos enfrentamos a la demoledora realidad de un pueblo conformado por una identidad nacional, personas con nombre, con apellido y con una historia individual y colectiva que trasciende y pervive pese a todos los intentos de invisibilización mediática que se proyecta a un nivel casi global, lo que nos lleva a una sola conclusión cierta: Palestina existe, Palestina vive, Palestina sigue siendo una herida abierta en el corazón de la Humanidad, en el alma de las luchas solidarias, en la conciencia profunda de aquellos que han cerrado sus ojos y de quienes han caído presos de un sistema de propaganda que asocia a todo lo palestino con las peores expresiones del terror, olvidando quién ocupa en esta ya larga injusticia el rol de víctima y de victimario.

Podríamos llenar páginas y páginas con fríos e incontrastables datos estadísticos emanados de las más incuestionables fuentes que muestran en implacables cifras la degradación en la calidad de vida de todo un pueblo en su recorrido diario por la subsistencia, siempre sometida al escarnio, a la represión y a la conculcación de Derechos Humanos inalienables por parte de la potencia ocupante; pero junto con eso o, además de eso, quiero resaltar el espíritu de resistencia y lo que significa que un pueblo a lo largo de 50 años, mantenga viva la llama de una revolución que es inherente y hermanada a todas las luchas que se han dado en el mundo a lo largo de la historia y hasta nuestros días, por quienes han defendido su irrenunciable derecho a la libertad, a la dignidad, a la autodeterminación y a la independencia. Cada lector podrá imaginar lo que significa vivir rodeado de un vergonzoso muro de apartheid erigido por el ocupante que alcanza hoy la friolera de 800 kilómetros de extensión. Puesto sobre el territorio argentino y para no dejarlo en el aire como un concepto abstracto, es la misma longitud de la ruta que cubre la distancia entre la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y la Ciudad de Córdoba. Pero claro; hablamos de un territorio que alcanza apenas los cinco mil kilómetros cuadrados, sí; 5000 km2, un poquito menos de la quinta parte de la provincia de Tucumán. Este muro serpentea sobre el terreno separando niños de sus escuelas, a campesinos de sus tierras de cultivo y a familias de familiares. Es decir, es el ejercicio draconiano de la segregación por parte de quien presume de ser un estado democrático o, dicho en palabras de ellos, «la única democracia en Medio Oriente».

Lo mismo ocurre con los casi 600 check points que el ocupante ha puesto sobre el territorio palestino. En proporción, si la provincia de Buenos Aires tiene algo más de 300 mil km2 y estuviera ocupada militarmente, equivaldría a tener 33 mil puestos de control militar extranjero sobre su territorio. Dicho en palabras simples, para ir desde la Capital Federal hasta La Plata, deberíamos atravesar decenas de controles, donde cada uno de ellos exige documentos, impone largas esperas y el derecho a continuar viaje solo depende de la voluntad del ocupante. O sea, un viaje que tarda normalmente una hora, podría demorar varias horas para cubrir la distancia existente entre la capital del país y la capital de la provincia. Pero no son solo esos impedimentos. Lo realmente cruel, es que se ha otorgado al ocupante extranjero el poder sobre la vida y la muerte de las personas. La libertad impune de expulsar habitantes y destruir sus hogares. El derecho de irrumpir violentamente en una vivienda a altas horas de la madrugada para realizar un allanamiento que sólo tiene el cruel propósito de quebrar la voluntad de luchar y continuar así desarrollando un largo y sostenido proceso de expulsión y limpieza étnica de la población originaria, el Pueblo Palestino. La impudicia arbitraria de arrestar ciudadanos independientemente de cuál sea su condición: adultos, ancianos, mujeres o niños.

Existe allí una retorcida Ley de Detención Administrativa que permite al ocupante detener y llevar a la cárcel a cualquier persona sin cargos específicos, sin derecho a tener un abogado que lo defienda, liberado a su suerte en manos de la ocupación. Son 500 presos bajo esa abusiva norma, amén de los 6500 prisioneros condenados que se mantienen en condiciones infrahumanas en las cárceles del ocupante. 1800 de ellos llevaron a cabo hace muy poco, una heroica huelga de hambre encabezada por el diputado Marwan Barghouti, en la que ni siquiera pedían por su libertad, sino, cuestiones de una elementalidad absolutamente primaria: modificar el régimen de visitas y que, en lugar de 45 minutos al mes, las mismas fueran de una hora y media de duración. Acceder a la instalación de teléfonos públicos en las cárceles del ocupante, desde los que pudieran al menos comunicarse con sus familias. Poder estudiar, continuar con la formación escolar o académica según fuera el caso. Cuestiones de la más elemental humanidad en medio del dolor y la incertidumbre que genera la separación de los seres amados. Es entonces que no quiero solo conmemorar una fecha en el calendario. Quiero exaltar el derecho a la vida común y normal a la que accede cualquier ciudadano en el mundo. A la vida en que no existan ni un ocupante ajeno en mi tierra palestina ni el riesgo de morir acribillado en cada control militar porque un guardia se levantó de mal humor.

La paz con todos y esencialmente con nuestros enemigos de hoy, que es con quien se resuelve, sigue siendo nuestro anhelo más sagrado, en el entendido de que ella no significa solo la ausencia de violencia ni un concepto abstracto y vacío del que se aprovechan quienes abrigan inconfesables intenciones vaciándolo de contenido, sino que la concebimos como un bien superior y supremo que se basa intrínsecamente en hechos de justicia sobre el terreno. Una justicia que significa el respeto irrestricto a la Ley Internacional, al acatamiento a las Resoluciones de la ONU y, sobre todo, una paz en que esa justicia lleve a mirar al otro como un igual, descartando toda idea de excepcionalidad o privilegios otorgados por «derecho divino». La divinidad está en las acciones de los hombres justos y no en su manipulación para justificar la barbarie.

Sí, son 50 años. Cincuenta años de oprobio, de un verdadero baldón en la conciencia de una humanidad que sigue en deuda con Palestina. Con un pueblo que sigue su vida bajo las peores e inimaginables prácticas fascistas de opresión por parte de un país que ni siquiera tolera el disenso en el seno su propia sociedad y que persigue a quienes levantan su voz en defensa de los oprimidos bajo ocupación. Pero seguimos de pie. El mundo es testigo de la inquebrantable lucha de un pueblo que anhela vivir como cualquier otro, en condiciones de respeto y dignidad. Pero intrínsecamente libre y en pleno ejercicio de la libertad que han consagrado todas las naciones de la tierra.

Fuente DSL

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