La mayoría de las personas pasan por la vida como en un especie de vuelo rasante, disimulado, silencioso, prácticamente imperceptible. No dejan huellas ni mueven la atmósfera epocal por la que navegan.

Unos pocos despegan con mayor resolución, marcan su paso con trazas que otros son capaces de individuar y eventualmente de seguir. Formulan opciones, conservadoras o innovadoras, pero algo dejan tras su paso.

Son pocos en cambio los que viven su tiempo de modo huracanado, arremetiendo con toda su fuerza, sin dejar a nadie indiferente. Esos levantan críticas, desatan pasiones, generan adhesiones imperecederas y dividen las aguas irremediablemente.

Siempre tuve la sensación de que Alejo Croce era uno de ellos. ¿Cómo sino se explica que un jóven salido de una ciudad de cualquier provincia argentina, lejana en el mapa de donde se desenvuelven los acontecimientos globales, fuera capaz – por ejemplo – de remecer a la vieja Europa con sus planteos revolucionarios, incitando a cambiarlo todo? ¿Que movilizara a miles en distintos continentes? ¿Que desarrollara el Siloísmo, tan poco conocido entonces, con una vertiginosa potencia?

Si no hubiese vivido de modo huracanado, seguramente no se habría enfrentado con tanto coraje a fuerzas más moderadas, ganándose amigos de por vida y enemigos también por todas partes.

Porque sus capacidades organizativas, su mística social, su inteligencia estratégica y su osadía inconmensurable remeció a su época en muy diversas latitudes.

La última vez que lo vi, ya padecía su enfermedad terminal, estaba pelado y muy flaco, demacrado. Sus ojos en cambio brillaban mientras blandía el aire con su bastón, prometiendo arremeter contra la derecha que ya se instalaba en su país natal. No estaba afiebrado. Hablaba en serio. Es más, se preguntaba cómo dar origen a un nuevo fenómeno psicosocial, que tuviese las características de un “efecto demostración” replicable en otras regiones, haciendo pie en un puñado de jóvenes inspirados capaces de desarrollar una mística potente y dar forma a una espiritualidad comprometida con el destino histórico de nuestros pueblos Latinoamericanos.

En sus últimos días buscó, con la intensidad que siempre lo caracterizó, una reconciliación profunda con todos quienes dejó varados en el camino, con esas personas que – no teniendo nada que reprocharle – sin embargo sintieron el impacto de su desenfrenada acción.

Alejo murió rodeado de sus hijos Helena y Nicolás, así como del cariño explícito de muchos que quisieron acercársele para manifestarle su reconocimiento.

Por mi parte, tuve también oportunidad de agradecerle su invaluable aporte y – escuchándolo al teléfono – hacerle saber que marcó muy positivamente mi vida y que me deja en el corazón un afecto como pocos.