Durante siglos, la familia se ha constituido como uno de los pilares más fuertes de la reproducción de las clases dominantes. Institución primaria de la sociedad, jugó –juega-, debido a su facultad de multiplicación del ser humano –como ser biológico y social-, un papel de transmisión de la tradición y lo establecido. Toda forma de poder se ha percatado de ello y en aras de reproducirse, desde la raíz, ha trabajado directamente con ella, empleando cuanto factor tenga a mano.

Cuando el poder se aliaba sin pudor alguno con la iglesia, con el sencillo fin de dominar a la sociedad a través de la espiritualidad, esta, la iglesia, ejercía el dominio total sobre la familia. Una familia devota de aquel dios, fuese católico, ortodoxo o musulmán, era devota del rey, porque el rey era escogido por dios.

La burguesía europea, atentó contra el dominio de la aristocracia, no solo desde las revoluciones que tenían como intención echar abajo a los reyes. La Reforma, dirigida por Martin Lutero en Alemania, fue en esencia, la revolución de las relaciones de carácter espiritual.

La forma de asumir a Dios por parte de una familia de nobles y por parte de una familia de propietarios de factorías, se anteponía por completo. Las necesidades espirituales de estas dos clases eran, no solo diferentes, sino por demás, contrarias.

La familia burguesa, para nacer como institución dominante, debía derrotar a la familia nobiliaria o someterla a ella.

El nacimiento de la iglesia protestante se entiende como el nacimiento de la fe del burgués, aún más en una nación –Alemania- donde ciudadano y burgués se escriben de la misma manera: bürger.

En aquellos momentos, el matrimonio, instituido para consagrar, en parte, la unión del hombre y la mujer, era el principal punto de encuentro entre la aristocracia y la burguesía. Entendiendo ambas clases a la mujer como mercancía, y sirviendo esta como objeto de cambio para afianzar o expandir sus propiedades, el placer se castró.

Ambas iglesias, la católica y la protestante, siguieron persiguiendo, desde su poder y en alianza con el Estado, al amor libre. El machismo y en consecuencia la homofobia, forman parte de la ética burguesa y en la sociedad cubana de hoy solo se puede entender como contrarrevolucionaria.

Por demás, el placer atentaba contra la acumulación de riquezas. Si un obrero dedicaba una noche al placer con su pareja ¿rendiría igual en la mañana? El placer resultaba, para la óptica burguesa, una de las posibles armas de sabotaje revolucionario contra su modus vivendi. Sobre esto Paul Lafargue reflexionó con amplitud.

La castración de la alegría, en principio y con más fuerza contra las clases trabajadoras, se establecía como norma moralista entre los dominadores. Debido a ello el placer aparece totalmente distorsionado por las transnacionales del ocio.

La moral burguesa,  se caracteriza por la propalación de tabúes, limitaciones y persecuciones al placer, pues la consagración del placer atenta contra la concepción de la familia  y el matrimonio desde la perspectiva burguesa, perspectiva en la cual, la dominación machista es tal que solo prevalece y se entiende al hombre con derechos al placer, al punto que una mujer que ejerza los mismos derechos al goce sexual que el hombre, o se aparte de los cánones heteronormativos, es execrada por la sociedad.

Los derechos al disfrute sexual de manera igualitaria de ambos sexos y todas las orientaciones sexuales, deben entenderse hoy como derecho ciudadano.

Si en Cuba se dio el fenómeno de una homofobia institucionalizada durante el fúnebre Quinquenio Gris, error que el mismo compañero Fidel asumió y la dirección del Partido Comunista corrigió, se debe a que la revolución social en Cuba estuvo desaparejada de la revolución sexual, caso contrario en Europa y en los Estados Unidos, donde ante la imposibilidad del cambio colectivo, se realizó el cambio individual partiendo de la revolución sexual.

Amor subversivo vs. matrimonio burgués

El matrimonio no nace como la institucionalización del amor, el matrimonio, era la institucionalización de la reproducción de la propiedad privada y la familia. Una familia que se reprodujera en sus hijos reproducía el poder establecido.

El amor se convirtió por tanto en un sentimiento subversivo, si un hombre se enamoraba de una plebeya, su riqueza menguaría, dedicado ahora a la manutención de la protegida.

Como excentricidad e historia novelesca pasaba, pero el amor como norma era intolerable. Si cada aristócrata o cada burgués se decidiera a ejercerlo, se mostraría sensible para con las clases dominadas y por ende, al mezclarse, estas, las clases, desaparecerían. Es decir, una tierna revolución amorosa podía destruir al sistema desde la familia. Al menos en una teoría utopista.

Cuando la verdadera revolución de los proletarios se hizo del poder, allá en 1917, no había razón para que no se proclamase el amor libre. Y se proclamó. Los obreros no tienen nada que perder salvo sus cadenas.

Pero esas cadenas, cien años después, son lo más aborrecible en el obrero. José Stalin, reproductor de las cadenas y los grilletes que arrastraba el obrero, -dentro de un sistema erigido por obreros y destruido por burócratas-, reinstauró cuanta vieja moral existía.

Era lógico, si bien no había nacido una nueva clase burguesa, sí una capa social con más privilegios que la de los trabajadores –en teoría en estos en el poder-: la de los burócratas con autoridad y prebendas, que jamás tenían intención de permitir que su hija se casara con un obrero.

No solo Stalin reprodujo en parte –sería malévolo ignorar que la mujer soviética tenía muchos más derechos que la mujer euroccidental- las cadenas familiares de antaño. Insistió en la creación de una cultura proletaria. A falta de un dios había que inventarse nuevas formas de dominación espiritual.

El prolekult, como se llamaba, -tan detestado por Maiakovski, el Frente de Artistas de Izquierda (LEF), Gramsci y Trotski-, propalaba la cultura proletaria como la antítesis de la cultura burguesa, olvidando que el proletariado fue dominado por el burgués. Ejercicio de dominación que deja una huella tan honda que tarda años en desaparecer y que ante la ausencia del burgués, el proletariado, sino se instruía en una nueva y por completo revolucionada educación, reproduciría entre él los viejos métodos de dominación y explotación.

En tanto, la nueva cultura no debía ser ni burguesa ni proletaria, sino socialista, comunista, liberadora, popular, como se quisiese nombrar, pero en ruptura total con las predecesoras.

Cuba: el amor liberador

Los explotados en el poder, ejerciendo el poder, tienen muy pocos años en la historia de los Estados. Ni siquiera llegamos a la centuria en Cuba, y en los casi sesenta años revolucionarios, hemos tropezado muchas veces.

En un hogar cubano pueden convivir abuelos, padres e hijos. Los abuelos, aun y hayan sido partícipes de organizaciones revolucionarias, no lograron desprenderse, ni de lejos, de los atavismos que azotan a un país que sufrió por partida doble el sometimiento colonial cultural. Por ende, por partida doble tenemos comportamientos conservadores expresados en el subdesarrollo, más marcadas en esa generación.

Los padres, que vivieron la destrucción de la familia como institución burguesa, no pudieron por completo consumar el nacimiento de la verdadera nueva familia revolucionaria, pues la adopción de modelos soviéticos neoestalinistas cercenó, en parte, aquella revolución educacional que se inició en 1959 y que tuvo en la Campaña de Alfabetización, el más bello modelo de subversión de las jerarquías familiares, de poder y del conocimiento. Y la destrucción del modelo -en 1991- que le dieron a nuestros padres, los trastornó aún más.

Sin embargo, como la revolución ya había prendido en el pueblo, de los nacidos en los primeros años de la revolución nacieron los voceros y articuladores del más fuerte movimiento de liberación sexual en Cuba: el movimiento LGBTIQ.

Nosotros, los nacidos durante los ochenta y noventa, estamos llamados a consumar la revolución social y sexual, echando por tierra los viejos moralismos de clase burguesa calados en la familia.

Debemos abolir el matrimonio como lo tienen entendido hoy nuestros padres: si en realidad una pareja se ama y respeta desde los derechos de cada uno y hacia los derechos del otro ¿qué sentido tiene firmar un papel que solo reafirma la existencia de una forma de dominación jerárquica?

Debemos abolir la familia como la tienen entendida nuestros padres, dígase, una reproducción de poderes donde los hijos le deben un acatamiento jerárquico a sus reproductores, creando con ello una total desconfianza y enfrentamiento arduo y desgastante para la psiquis del individuo.

Esta lucha no se debe dar como un enfrentamiento generacional, que sería ingenuo y reproductor del sentido común, sino un enfrentamiento desde la lucha de clases, desde la cultura y desde la libertad.

Nuestro amor no se mediará por intereses mercantiles, ni por atávicos tabúes moralistas, ni por limitaciones impuestas por la sociedad.

Nuestras hijas y nuestros hijos, vivirán sin heteronormatividad, sin adoración al mercado, sin devoción a ninguna forma de poder, sin admiración de las fronteras nacionales.

Ello depende solo y únicamente de nosotros. Realicemos todos, en y desde la praxis, el ejercicio del amor, de la libertad y de la igualdad.

 

*Frank García-Hernández: Redacción Cuba. Sociólogo, Universidad de La Habana. Trabaja en el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello. Email: frank@icic.cult.cu Bolg: http://desnudosdecuba.blogspot.com.es/