En Chile, con ocasión de la discusión en el parlamento en torno al reajuste en el sector público, se ha convertido en un tópico aludir a la necesidad de ser responsable en el manejo de las finanzas. El gobierno ha planteado un reajuste del 3,2%, propuesta que en una primera votación fue rechazada en virtud de la falta de acuerdo entre los propios parlamentarios de la Nueva Mayoría. En una segunda instancia, con tan solo ajustes, pero sin modificar el porcentaje del reajuste, el gobierno logró su aprobación con votos de la oposición y el rechazo de algunos de los parlamentarios que conforman la coalición oficialista. Esta realidad da cuenta de las fisuras en el seno del oficialismo que ponen cuesta arriba su eventual proyección.

El gobierno ha sostenido, una y otra vez, que este es un gobierno serio, que uno de los activos del país, desde los años 90, ha sido justamente el manejo responsable de las finanzas públicas. Que no va tirar por la borda lo que tanto ha costado y que no caerá en la tentación de dejarse llevar por populismos en un contexto no exento de dificultades. Que el país debe tener confianza en sus autoridades.

Para nadie es un misterio las ventajas que representa para el país disponer de un gobierno serio y responsable. Es lo mismo que ocurre en el seno de una familia. Tener como cabeza de familia a alguien que derrocha los recursos de los que dispone, gastando más de lo que se tiene, es pan para hoy y hambre para mañana. Si esto se repite mes a mes, el endeudamiento se torna insostenible. Nadie puede gastar más de lo que se produce sin un impacto a futuro mediato o inmediato, impacto que a nivel nacional tiende a expresarse en una inflación que suele desbocarse. Bien lo sabemos nosotros por lo que vivimos hace ya varias décadas y por lo que vemos que ocurre en otros países.

Sin embargo, ser serios y responsables no se limita a “cuadrar la caja”. Incluye la distribución de los recursos entre los distintos actores, tema que suele no abordarse porque entraña entrar “a picar”. Entraña analizar y discutir respecto de la proporción de recursos que se deben asignar a los distintos sectores –salud, educación, defensa y otros-; entraña también analizar y discutir en torno a la asignación de los recursos al interior de cada uno de estos sectores. Importa debatir respecto de la distribución de los recursos al interior de las organizaciones públicas, donde se ha tendido a conformar castas que llaman a escándalo. Unos están a contrata, otros de planta, otros a honorarios; para hacer lo mismo, pagan distinto; unos tienen asegurado el trabajo adinfinitum, otros deben mirarle la cara al jefe para que les renueven el contrato. No abordar estos temas, espinudos por cierto, pospuestos una y otra vez, es una irresponsabilidad mayúscula porque su discusión es de la esencia de la política. Lo que se ha hecho a lo largo de todas estas décadas, no ha sido otra cosa que eludirlo, ya sea conveniencia, por el binominalismo que ha conducido al duopolio político, o porque los poderes fácticos han logrado aceitar la representación parlamentaria, como lo prueban los diversos escándalos que han sacudido a la opinión pública. En breve, la economía y la inmoralidad ha anulado la política, reduciéndola a la más mínima expresión.

El resultado de lo expuesto es lo que tenemos: un país con una democracia castrada, con una clase política que se ha farreado la confianza que la ciudadanía había depositado en ella.