Por Frank García-Hernández

a Helena Calle

Imaginen que una pareja de novios se case, por la iglesia y por la ley, hagan las fiestas anunciando del matrimonio, la despedida de soltero, las ceremonias nupciales con la familia y después, después de todo ello, el novio, para irse de luna de miel, le pida la mano de la novia al padre. Esa sería una historia con los pies para arriba y la cabeza para abajo, esa fue, en parte, la historia del plebiscito en Colombia.

Después de firmar los acuerdos y hacer, como mínimo, tres actos ceremoniales donde en cada uno de ellos se terminaba la guerra. Después que la revista Semana dedicase hasta una portada en color blanco y dijera que el triunfo del NO era un escenario remoto. Después, por último, se decidió consultar a la sociedad colombiana para enterarse a ciencia cierta qué creía de todo aquello.

Más que dejarse manipular por el odio, como entendió Timochenko el resultado del NO, parte de estos resultados es motivo de la necesidad de una participación más efectiva de la sociedad civil en procesos como este.

La culpa no la tienen las Farc, que llevan 52 años sin entender nada de lo que ocurre en la sociedad. Ellos apenas están regresando, mientras que el gobierno de Santos, dos veces refrendado por la nación, que es el mismo Estado desde que la insurgencia nació, debió haber escuchado más y mejor a sus ciudadanos.

Si lo hubiera hecho, la sorpresa no hubiese sido esta, porque si lo hubiese hecho, si la sociedad civil en pleno hubiera participado, el SÍ habría obtenido la victoria.

Uribe, desde su arrogancia, ha tratado manipular dicho aspecto cuando en sus palabras pide que ellos quieren aportar a un gran pacto nacional. ¿Quiénes son ellos? Ellos no son Bojayá, aquel pueblo donde los guerrilleros de las Farc bombardearon una iglesia llena de civiles. No lo son, porque allá ganó el SÍ en amplia mayoría. 1978 votos de ya basta contra 87 de querer seguir la letanía.

Ellos, los de Uribe, no son los jóvenes, porque el mismo ex presidente resaltó que comprendía su ilusión de paz, como si estuviera hablando con unos muchachos que no saben lo que hacen.

Ellos, incluso, no son, ni siquiera, el volumen íntegro de quienes dijeron NO. Son, en todo caso, un grupo de políticos que pretenden hacer campaña a costa del dolor ajeno. Porque lo que le duele a Uribe es que su rúbrica no esté en los documentos que harán la historia.

Uribe está en el momento más triste de su carrera. Alguien que ríe por ver llorar a los demás y después quiere que el que ha llorado ría con él, no está en la flor ni en el renacimiento de su carrera política.

El caudillo paisa agradece a sus personeros como si estuviera hablando a un partido y no a la sociedad, en contraste con la hidalguía de Humberto de La Calle que asume todaresponsabilidad, y en contrapunto mayor con los muchachos de Bogotá que se pregunta qué más pudieron hacer.

Le toca el turno a las Farc, sin dudas, de comenzar a pedir el perdón de formas más sinceras y no con ese empaque tan abstracto como lo hizo Londoño Echeverri en Cartagena, invocando incluso a un dios que invalida el marxismo-leninismo. Deben salir de La Habana y enterarse por sus oídos que muchos no los quieren.

Este parece ser un año de restauraciones conservadoras, tras la caída de Dilma, el Brexit y un Trump que amenaza sobre nosotros. Pero cuando ello sucede toca mirar dónde nos equivocamos. Este ha sido, desde Cuba, la intención de mis palabras.

A la vez, me queda la certeza de que cuando pasen los años, la historia y sus cronistas harán mejores observaciones que todas las columnas escritas entre ayer y hoy, pero lo que siempre resaltará es que quienes dieron el voto al SÍ eran los más altruistas, los más desprendidos, los más inclusivos. Quienes votaron al SÍ son los que comprenden ese perdón  del cual no entiende ni Timochenko, ni Uribe.

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