La abultada e impresentable pensión que recibe la exesposa del presidente de la Cámara de Diputados, Osvaldo Andrade, ha derivado en un efecto virtuoso que excede el de su beneficiaria. Aquella pensión que supera los cinco millones y medio de pesos mensuales no sólo ha desvelado otros mecanismos de corrupción al interior del sector público, sino que ha logrado amplificar el malestar de la desigualdad en todas sus dimensiones. Aquella brecha que cruza al país y separa a unas elites enquistadas en las diversas manifestaciones del poder con el resto de la ciudadanía se expresa también en las pensiones de vejez, con diferencias que superan, incluso, las ya conocidas estadísticas que constatan la escandalosa distribución de los ingresos en el país. Estos montos millonarios se contrastan de forma obscena con las pensiones entregadas por el sistema privado de capitalización individual, cuyo promedio está en torno a los 200 mil pesos.

El estallido y la oportuna instalación en la agenda pública de las insuficientes pensiones ratifican, además del desprecio de una clase política refugiada bajo el ala empresarial a este agudo problema, el evidente fracaso del sistema previsional de capitalización individual. Pensiones de esos escuálidos montos destinan a la pobreza e indigencia a los actuales y futuros jubilados. El problema, con matices de catástrofe humanitaria, entra ya en la categoría de un atentado no sólo a los derechos económicos y sociales de una población, sino de sus derechos humanos.

El gobierno, si en algún momento colocó el problema de las bajas pensiones en su agenda, ha dado vuelta la página. Incluso la propuesta de crear una AFP administrada por el sector público ha sido desechada. El proyecto, enviado hace un par de años al Congreso, fue retirado hace unas semanas de esta instancia sin mayores explicaciones. En esa misma línea siguió la creación desde el 2014 de una comisión asesora de la presidencia para estudiar las pensiones, la denominada comisión Bravo, cuyo informe y recomendaciones han sido archivados hasta el momento.

La creación de las AFPs en el fragor de la dictadura por el economista ultraliberal José Piñera no tuvo como objetivo el bienestar de los trabajadores durante sus años de vejez, sino la expropiación y administración de una porción de su trabajo por empresas privadas para el goce y engorde del capital corporativo. Este traspaso de riqueza, que en la actualidad se empina hacia los 180 mil millones de dólares, ha derivado en una enorme plataforma de recursos para el sector privado, los cuales se canalizan y son invertidos en numerosos instrumentos. El sector privado chileno ha podido desarrollarse gracias al esfuerzo de los trabajadores.

Este proceso, que es visto como un círculo virtuoso por toda la ortodoxia neoliberal, escondía numerosas perversiones y abiertas mentiras, que sólo hoy pueden observarse a cabalidad. De partida, la gran falacia de pensiones dignas. Pero también encierra una contradicción mayúscula: la concentración de la riqueza en Chile se ha producido sobre un mecanismo de doble y tal vez más efectos. A la doble expropiación del trabajo, en el salario y en sus ahorros para vejez, existe un tercer nivel de transferencia de ingresos, que se realiza a través de la concentración de los mercados y del sistema financiero. El trabajador, ahora como consumidor, toma créditos en firmas alimentadas por sus propios ahorros que ha de devolver a intereses usureros.

Este círculo, que sin duda es más vicioso que virtuoso, es hoy una base de apoyo para la economía chilena, que depende de los fondos y de los flujos de las cotizaciones previsionales. Durante décadas de transferencias de recursos se ha generado una imbricación maligna entre el sector privado y los trabajadores amparada por todos los gobiernos de turno, que sin duda han observado con comodidad esta relación. De forma simultánea, las AFPs se levantaron como poderosos actores del sistema financiero al administrar decenas de miles de millones de dólares, adquiriendo a su vez un enorme poder político, de lobby y de seducción de funcionarios. El caso de la fusión ilegal de las AFPs Cuprum y Argentum, ambas del mismo grupo y cuyo director es un connotado exministro de la Concertación, es un ejemplo presente del poder alcanzado por un sector que se ha apropiado de un dinero ajeno.

A excepción del deleite empresarial por el dinero fácil, el sistema se cae a pedazos por todas sus caras. Tal es su improcedencia, que hoy en día hasta parlamentarios de diversas bancadas están presionando al gobierno para reformar el sistema y proponer el único modelo que aporta pensiones decentes, cual es la reinstalación de uno de reparto solidario.

El cambio es urgente, aun cuando requiere algo que los gobiernos de la transición política han carecido. Porque una transformación de esta naturaleza, que deberá enfrentarse a un poderoso sector financiero que considera los ahorros de los trabajadores como si fueran de su propiedad, que se sentirá expropiado y amenazará con un colapso financiero al país, necesita de gran voluntad política. Si esta convicción no está presente, sí está madura la demanda creciente de los trabajadores. El regreso al sistema de reparto no puede esperar.