Por Samantha San Romé

El que me da la noticia es el encargado del edificio:
-Te llegó esto para vos
-Más cuentas para pagar seguro, le dije.

Tito no contesta porque ya sabe. Porque ni sobre le pusieron a la carta que decía que a partir de ese día prescindían de mis servicios. La palabra servicio me choca porque un poco me despersonaliza y me reduce. Otro poco viene de servir. Pensé a quién le estaba sirviendo y me acordé de mis compañeros la semana de Mayo del año anterior, en una mesita de un stand sobre Diagonal Norte volanteando durante el fin de semana una política pública, hablando con las personas sobre la importancia de construir una sociedad sin violencia. La alegría de un Pueblo en una fecha patria, la música, los trabajadores que tienen trabajo, el mate caliente, las horas que se pasan rápido trabajando, los niños disfrazados de Manuel Belgrano, la gripe del día después por el frío que no importa porque estuviste escuchando la más maravillosa música: las esquinas llenas de gente por un Estado presente, palpable; y los trabajadores que sirven en el sentido lindo de la palabra -y literal- a otros.

Decía que estaba con el encargado del edificio. Tito está acostumbrado a ser un desocupado y se compadece. Me acaricia el hombro. No me abraza porque sería extraño pero es lo mismo. Me ofrece su ayuda. Yo me siento un poco menos abandonada por el Estado y un poco más acompañada por Tito. Entonces no me preocupa tanto si voy a poder seguir pagando el alquiler, si la obra social, si la medicina, si la carrera, si aparecerá algo pronto porque la gente sigue siendo hermosa. Tito me arregla las canillas, las persianas, me alcanza el bidón de agua. Al otro día me pide ayuda con su computadora y me ofrece dinero. Le digo que ni se lo ocurra y se me llenan los ojos de lágrimas y de amor también. Amor por el otro. Porque Tito simboliza la fuerza de lo colectivo aún cuando quieren romperlo.

A mis viejos les dije que había sido para mejor y con mi hermana lloré un rato. A ella si podía decirle que estaba preocupada pero a mis viejos no pude. No pude porque no quise lastimarlos y porque me daba bronca tirarles tanto peso. -Pero por lo menos los tengo a ellos, pensé.

A otros los tiran en la calle. Les avisaron por una foto de una lista en la que estaban sus nombres. Al otro día en la puerta habría policías. Algunos tienen hijos o están por jubilarse o estaban empezando a hacer su casa o por ser padres y no querían agarrar a upa al nene y decirle: hola, tu papá todavía no consiguió otro laburo. Pero al bolillero que saca su número no le importa porque no siente nada. No le interesan las historias.

Si fuera posible, le pediría a Tito que tiene conocimientos y habilidades que me ayudara a armar una casita como un Estado de cartón -a ver si resulta más fuerte que las oficinas verdaderas- y convoquemos a todos los que no tienen trabajo. Tito gritaría en la esquina con un altoparlante y yo recibiría a los interesados para que me cuenten lo que saben hacer. Y automáticamente firmarían un contrato. Todos estaríamos tan felices que se soltarían globos de colores. Los jóvenes bailarían por activar los despertadores de nuevo. Los restaurantes estarían llenos. Los padres y madres mirarían a sus hijos con ojos triunfantes y dignos. Los bebés aplaudirían. Los globos volverían a pertenecer a los eventos felices. Yo sé que soy un poco fantasiosa, pero es que este 25 de Mayo está demasiado dormido y silencioso. Entonces sueño.