Por Agustín Marangoni, Revista Ajo

El músico y director de La Cumbia Grande, Marcos Basso, dice que está atravesando un momento de incertidumbre estética e intelectual. Para él la cumbia y el jazz son en esencia lo mismo y se lamenta de que en la educación musical no haya lugar real para el baile. Un viaje al centro de un fenómeno que rescata el pulso popular latinoamericano.

La música se puede escuchar con la razón, hace falta una serie de conocimientos técnicos para desmenuzar lo que se está escuchando y generar placer mientras se detectan todo tipo de artilugios casi matemáticos: juegos de escalas, compases y sonidos. El disfrute de la dificultad en la música –y en el arte en general– es consecuencia de una escucha racional. Hay quienes lo llaman virtuosismo, por lo general son los que sonríen durante un concierto bien sentados en su butaca. Pero la música también se puede escuchar con el cuerpo. Hay golpes, silencios y notas que se encastran para formar canciones o momentos musicales que te hacen mover. Te sacuden los pies, te hacen explotar el pecho, te agitan las brazos. Te apagan la cabeza. La música es el vehículo perfecto para entender que la felicidad es una sensación corporal. La felicidad no es, no puede ser, una idea.

El jazz ha sido el refugio histórico de los racionales. Es un estilo que permitió la fusión con todo lo que sucede en la escena de la música mundial, desde géneros populares hasta ritmos encontrados en tribus de Nueva Zelanda. De ahí es que el jazz ocupa el podio de los virtuosos en el universo académico. Y está bien, claro. Nada está bien, ni nada está mal. La cuestión es que en los últimos años, digamos diez para arriesgar un momento, se abrió el juego a la música que esquiva los laberintos de la razón y va directo al cuerpo. Los virtuosos se pusieron a bailar. Eso pasó. Se escucha en el rock y en el jazz, pero principalmente se escucha en una nueva escena que salió al rescate de ritmos que parecían olvidados. O abandonados. Cumbia, tango, afrobeat, salsa y más. Se generó un mercado con sus propios códigos y se acercó el público con ganas de bailar. Orquesta en vivo y baile, tan clásico y novedoso.

A Marcos Basso el quiebre le llegó escuchando a Lucho Bermúdez, uno de los máximos compositores de la música popular colombiana, uno de los primeros músicos en compilar los ritmos populares y llevarlos al pentagrama y a los arreglos de orquesta. Basso se formó en distintos géneros, pero su pulso es jazzero desde adolescente. Siempre le gustaron las Big Bands y los maestros como Glenn Miler y Count Basie; Bermúdez fue cross de derecha a todo lo que había escuchado. Y, fundamentalmente, a cómo venía tocando. “Me voló la cabeza, ahí está todo, hay cumbia, un ensamble de vientos enorme, la improvisación del jazz, academia y más. Me volví loco. Entonces empecé a investigar su obra. Bajé todo lo que encontré de este tipo, que fue una especie de Piazzolla, y armé una discografía de cumbia colombiana”, explica.

El proceso empezó en 2010. Y fue creciendo hasta que sintió ganas de recuperar el sonido en vivo de las orquestas colombianas que, a esta altura, ni en Colombia suenan. “Big Bands de jazz hay, y muchas, pero una orquesta vintage como ésta no había. Lo que hay tiene guitarra eléctrica, teclado y demás instrumentos que en la década del cuarenta no se usaban. Me gusta el formato original, acústico y crudo”, dice. Entonces apareció el ensamble La Cumbia Grande, conformado por veintiocho músicos. Un contrabajo. Cinco percusionistas. Y veintidós vientos: cuatro trompetas, un saxo soprano, dos saxos altos, tres tenores y dos barítonos, seis clarinetes, un eufonio y tres trombones.

Basso comenta entre risas que armar semejante banda fue un capricho y un riesgo. No es simple mantener en movimiento semejante cantidad de músicos y menos que menos para trabajar un estilo que poco se había escuchado por estos climas. Pero fue un éxito. La Cumbia Grande es todo un fenómeno, cultural y empresarial. Los conciertos juntan gente de a cuatro cifras. Y se arman unas pistas de baile donde se rumbea de lo lindo.

Foto Pablo González

Foto Pablo González

—La música colombiana tiene Caribe, Pacífico, cultura afro, ritmos de cuerpo, mucho baile. ¿Cómo se hace para tocar bien un género que está tan alejado de nuestra tradición?

—La verdad es que yo no sabía cómo se tocaba el género. Por eso empecé a llamar músicos para juntarnos a ensayar y aprender. Muchos me dijeron que estaba loco. Otros me dijeron que no iban a tocar cumbia. Aunque no lo creas, todavía hay mucho prejuicio entre los músicos con la cumbia.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero está. Entre músicos y a nivel social también.

—Creí que esos caminos estaban allanados. La cumbia está muy adentro del rock, por ejemplo con artistas masivos como Los cadillacs, Illya Kuryaki y Calamaro, entre otros. Ni hablemos de lo tuyo, que es como la academia de la cumbia.

—Sí, pero creo que esos artistas juegan a mezclar cosas que todavía les resultan lejanas. Que sé yo. Es mi experiencia. Hubo muchos músicos que me dijeron que preferían no tocar cumbia. Les explicaba que era distinta a la cumbia villera, pero tampoco. Y lo digo como un tipo que le encanta la cumbia villera. Hay artistas increíbles en ese universo. La cumbia villera de acá no la toca nadie en el mundo. Es sensacional.

—Ni hablar, de hecho la cumbia villera tiene un rasgo de identidad popular que no lo tienen ni los géneros más aceptados.

—Sí, es impresionante. La manera de tocar y la clave que tiene, es todo distinto. Es realmente un movimiento muy interesante. Y muy complejo.

—¿Por qué hay artistas que rechazan un género de una profundidad cultural tan fuerte? ¿Qué hay ahí? ¿Odio de clase?

—No sé. Creo sin dudas que hay cuestiones políticas y sociales complejas. Ni los sociólogos se han preocupado por entender, de hecho no se ha pensado demasiado. Lo que me preocupa es que no lo reconocen como un género, y tampoco hay un reconocimiento social. Para las clases altas es música grasa que sirve para bailar en las fiestas.

—En fin. ¿Cómo es ese proceso para sonar como un ensamble colombiano?

—Nos estamos buscando, vamos de a poco. El problema es que en Argentina tenemos poca identidad cultural en general y musical en particular. Tenemos muchos géneros que no nos pertenecen y al mismo tiempo nos pertenecen todos. Nuestra banda, desde la cumbia y el jazz, que para mí son casi lo mismo, es un encuentro de muchísimos géneros. No sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos. Uno toca como puede. Pero no vamos a poder tocar como los colombianos, eso ya lo sabemos.

—¿Por qué, creés vos, no se puede lograr el sonido de un negro si sos blanco?

—No sé si un negro toca mejor que un blanco. Toca distinto. Yo toco jazz sin ser yanqui. Y toco cumbia sin ser colombiano. Y mucha gente nos dice que sonamos a cumbia argentina, a pesar de que estamos tocando un repertorio colombiano. La cadencia, la clave suena diferente.

Foto Pablo González

Foto Pablo González

Marcos junta las manos y me pide que escuche.

“Los colombianos tocan la clave acentuada distinta, van al cielo, van para arriba”, dice.

Entonces canta:

Y… ta ta tá. Ta ta tá. Ta ta tá.

“Nosotros vamos para abajo, vamos a tierra”.

Ahora canta:

Ta ta tá. Ta ta tá. Ta ta tá.

“Sólo con eso ya te cambió la bocha completamente”, agrega.

Tiene razón.

La diferencia es un silencio.

—La escuela negra sube. La escuela europea va a tierra. ¿Será una señal estética de la influencia del rock?

—Totalmente. Estamos europeizados en el ritmo. Y sí, es culpa del rock. Casi todo lo malo que nos pasa en la música es culpa del rock. Y de Europa. Hay muy pocas señales de negritud en nuestra música, las tengo que buscar con lupa.

—¿Por qué creés que tiene tanto éxito La Cumbia Grande?

—La gente se prendió fuego, creo yo, porque en la sangre, en nuestra raíces, está ese componente negro. Está solapado, pero la gente se mueve por eso, hay algo ahí que te sacude.

—¿Me parece a mí o la música que va al cuerpo está viviendo un furor?

—Ahora sí, hace pocos años. Y está muy marcado. La gente necesita salir a bailar. La gente no baila y el ritmo corporal es la clave de la vida. Nosotros metemos un piso de setecientas personas cada vez que tocamos porque la gente necesita salir a bailar, es una reacción física. Nosotros reivindicamos, además, el tema de bailar con una orquesta en vivo. Somos veintiocho músicos en escena, eso te pega en el cuerpo. Eso sumado al baile y al ADN negro es una combinación que no falla.  Además, hay que decir que en Mar del Plata casi no hay lugares para ir a bailar. Parece una boludez, pero es un dato muy grosso.

—¿Creés que hay responsabilidad del contexto político en esta reinterpretación del cuerpo en la música?

—Sí. Tal vez soy un poco exagerado en mis conceptos, pero estoy seguro que esta falta de identidad en la cultura musical está directamente relacionada a una cuestión política. La dictadura bajó a muchos artistas, hubo muchos exiliados. El exilio es falta de raíz. Y el resurgimiento de las raíces, que tiene que ver en un contexto latinoamericano, es una cuestión política. La música trasciende cualquier frontera. Mirá el mapa de música negra latinoamericana, ahí se ve bien claro. Está muy marcado. Hay integración, esto es un movimiento compartido que atraviesa a Venezuela, Colombia, Bolivia, Perú, Argentina, etcétera.

El mapa incluso se puede llevar hasta el corazón de Centroamérica. Anoto esa idea en un papel mientras escucho las reflexiones de Marcos Basso. En Cuba, por ejemplo, se gestó la semilla de muchos ritmos que impactaron de lleno en la cultura rioplatense. Los orígenes del tango están en las escuelas que avanzaron a paso lento por los sectores populares a lo largo de todo el continente. La habanera es una de las primeras líneas que baja hasta Argentina. Los inmigrantes y los ritmos africanos —en especial el candombe– lograron esa mixtura finísima que identifica en el mundo a los barrios porteños.

—Te comparto una opinión. Creo que las clases populares son las únicas que generan cultura. Y las clases acomodadas, las clases altas, se la apropian. Las clases acomodadas no crean nada, y si crean, desarrollan obras superficiales, de escaso valor artístico. Los movimientos fuertes, especialmente en la música, surgieron siempre desde los sectores marginales. ¿Qué opinás vos?

—Estoy muy de acuerdo, pero lo que veo es que las clases acomodadas le aportan muchas veces cierto intelecto que también deja una marca. Es un aporte. Pero es verdad que todo se crea en las clases populares.

Una de las discusiones más encendidas que surgieron durante el armado de La Cumbia Grande fue el de la afinación. Los vientos, siempre tan prolijos, buscan sonar con la mayor precisión posible. Marcos Basso, como director, no está de acuerdo. Él prefiere, dice, el sonido mugriento, poco refinado. “De verdad que fue una discusión interesante. Yo les digo que es cuestión de acostumbrar el oído a otros sonidos. Hay ensambles colombianos que tocan desafinados y son hermosos. Te rompen la cabeza. La afinación 440 es una de las tantas formas de escuchar un instrumento”, explica.

—¿El tema de la afinación te surgió ahora o siempre tuviste esa mirada?

—Con esta banda me pegó muy fuerte el tema de qué tocar y cómo tocar. Hay un replanteo grosso. Porque hay una cuestión de tocar jazz que es casi impulsiva, tocar e improvisar, que es lo que hice toda la vida, sin pensar demasiado qué estoy tocando y para quién. Es sólo colgarse el instrumento y salir a la cancha. De golpe me encuentro tocando algo con otro patrón, que te pide que toques distinto para no desperdiciar energía al pedo. Fijate que me convertí en percusionista de un modo forzoso. Tampoco nunca fui director y terminé dirigiendo.

Sin querer volvemos al cuerpo.

Foto Pablo González

Foto Pablo González

—¿Por qué la música se baila?

—No sé. Yo te repregunto. ¿Por qué cuando ponés música hay gente que no baila?

—¿Será falta de gimnasia?

—Falta de gimnasia cultural. Pero lo que vos me preguntás es imposible de saber. Creo que hay una cuestión ancestral. Hace un tiempo estuve charlando con un chamán y con varias personas allegadas a las culturas originarias sobre ese tema, para ellos lo primero es la danza. Es la forma de enseñarles cualquier cosa a los más chicos. El cuerpo primero tiene que aprender para que el resto aprenda.

—Vos sos docente. ¿En la educación musical actual se incluye al cuerpo?

—La educación musical me genera cierto resquemor en ese sentido. Creo que se está enseñando al revés. La educación debería ser oral y cuerpo a cuerpo. Acá, en occidente, la música está más intelectualizada, lo mismo con la educación. Para mí, todos somos músicos y los que no llegan es porque se alejaron de la raíz.

—Hay una máxima de los negros jazzeros de Nueva Orleans que dice: “You can sing, you can play” [Si podés cantar, podés tocar]. ¿Se puede adaptar esa frase al baile? “You can dance, you can play”

—Ni hablar. Hay que tomar el baile como algo serio. Es más, como profe te digo que los mayores quilombos que tengo con los alumnos son rítmicos. Está bien eso de si podés cantar podés tocar, pero también podés tocar sin saber cantar. Ahora bien, va a sonar algo frío y descontextualizado. Lo mismo con el baile. Es muy difícil que suene lindo algo que no tiene cuerpo. Hay instrumentos que te piden una reacción corporal para lograr un sonido y en occidente, en las escuelas, esa expresión está completamente aplacada y hasta mal vista. La música académica no tiene movimiento.

—La música clásica es de los pocos géneros musicales que no tiene origen negro. Y no tiene cuerpo. Es pura razón y matemáticas. ¿Será que la academia se apropió y expandió una forma de pensar la música?

—Ahí está lo de la afinación que hablábamos antes. Creo que es mucho más importante la rítmica. Los músicos que estudian, en su mayoría, vienen de la academia y tienen problemas rítmicos. Van abajo. Nunca suben. Mismo en La Cumbia tuvimos que ponernos a hacer ejercicios rítmicos, de instrumentos y de baile. Costó un huevo, porque es dar vuelta una gramática musical y de vida.

—¿De vida?

—Por supuesto. A todos nos cuesta sacarnos contracturas del cuerpo cuando tocamos. Le ponemos la cabeza, y eso es lo que manda. Y nos equivocamos. Fijate que los músicos se agarran tendinitis, están duros del cuello. Además, no hay que dedicarle obsesivamente tanto tiempo a una sola cuestión. Estas son vivencias personales, ¿eh? Yo me morfé un estrés tremendo con la música y estoy en proceso de dar vuelta la torta. Hay que bailar, la música tiene que ser de canalización de energía y de rezo. De comunión. La música es una fiesta.

—Hablás de rezo y pienso en la espiritualidad de la música. ¿Está presente en tu forma de tocar?

—Está por ahí, oculta. Hay toda una cuestión social también.

—¿Creés en algo?

—No, no creo en nada. Creo en muchas cosas pero por fuera de las instituciones. Estoy alejándome cada vez más de los paradigmas tradicionales y estoy cada vez más cerca de creer sólo en la naturaleza y en la tierra y en la energía que provoca el planeta. Me estoy poniendo medio místico. (risas) Me está pegando un poco por ese lado. Pero no tengo nada resuelto. Lo importante es dejar de entender a la música como un patrón general y llevarla a una búsqueda personal.

—Las búsquedas personales suelen ir por fuera de un espíritu crítico. Es algo así como lo que uno necesita escuchar o tocar, sin importar otra cosa. ¿Cómo lo vivís vos?

—A título personal estoy viviendo una gran nebulosa, hay que unir muchas cosas para no caer en preconceptos. No hay que dejarse arrastrar hacia la esculturalización de la música. Dediqué mucho tiempo a escuchar tipos hipervirtuosos, saqué solos de oído, etcétera. Y eso es un mapa que te queda en la cabeza que no lo vas a eliminar tan fácil. Llegó un momento en que esa cuestión termina siendo ajena en un punto.

—¿Se pueden desandar los vicios musicales?

—Es difícil. Llevo años intentando, experimentando. Quiero llevar a la práctica el concepto de salirse del medio, sobre todo en la improvisación. Estoy convencido que hay algo que baja solo de algún lado. Me di cuenta que volverse loco con el estudio no es lo más indicado. Yo ya no me encuentro por ese lado.

—¿Sentís que la actitud hiper racional termina siendo una paja intelectual en la música?

—Cualquier cosa termina siempre en una paja intelectual si te ponés un poco bicho. Pero también hay que salir de ese preconcepto que todo lo que es ultra virtuoso es aburrido y para pocos. Si vos no sabés hablar alemán y alguien te habla en alemán no podés decir que ese tipo está diciendo boludeces. Hay quienes tocan rápido y tocan bien. Nuestra cabeza llega hasta determinadas cosas. A veces nos quedamos afuera. Y eso no significa que todo sea una paja intelectual. Lo más importante es saber cuál es tu música.

La Cumbia Grande está en proceso de grabar su tercer disco. Ya tienen las doce canciones, ya están los arreglos y ya las están ensayando. Sólo esperan que pase el huracán de la temporada para juntarse a grabar. Será en el Teatro Colón, en toma directa.

—¿Graban en toma directa para respetar la estética original de los ensambles colombianos de la década del cuarenta?

—No necesariamente. El preconcepto en la música también está en cómo se graba. Está esa idea de perfección y de masterizar en tal lugar, con tal tipo. Y yo no estoy tan convencido con los resultados. El criterio para decidir qué es mejor es el que yo quiero, cómo quiero que suene. Varias veces he puesto micrófonos para grabar los temas en vivo y me encantó. Es fresco y lo más cercano a lo que escucho cuando tengo la orquesta enfrente.

—¿Cómo se consigue que la gente baile en un concierto en vivo?

—Las canciones que versionamos tienen un formato para bailar, enganchadas con riffs que enlazan todo el concierto. Como un loop para llenar el espacio y que la gente lo sienta al momento de bailar. La mayoría de los temas que tocamos tienen letra, pero nosotros hacemos la melodía con los instrumentos. Sería lindo tener un cantor para este estilo, pero se hace dificilísimo conseguir uno.

Marcos Basso enciende un cigarrillo y mientras suelta el humo dice: “Se ve que tocamos un nervio social interesante. No te puedo explicar lo que te genera ver tanta gente bailando con lo que estás haciendo”.

El baile. El cuerpo. La música.

No puedo pensar, al menos ahora, cuál fue primero.

Tengo la sensación de que cualquier respuesta es correcta.

 

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