Alcanza con solo evocar la plaza del miércoles para que la piel se ponga de gallina. Es más, como no lloré esa noche, la garganta se aprieta y los ojos se inundan rapidito.

2015 fue un año muy cargado, muy intenso, trepidante. Cuando nos quisimos acordar estábamos tratando de ganar un ballotage contra el dream team de los transnacionales, tocando timbres, discutiendo en las panaderías y bancos, pegando calcomanías, hablando de política en los lugares más insólitos, buscando rasguñar los votos que pudieran darle la victoria a Daniel Scioli, la esperanza de continuidad de un modelo de conquista de derechos, soberanía económica e inclusión social.

En la plaza nos reencontramos los que habíamos perdido la fe en la política, los que volvíamos a mirar con la frente alta de la dignidad, con el fuego en la mirada del que siente un profundo convencimiento.

Había viejos, había jóvenes, había flacos, había gordos, pobres, clases medias y algunos más acomodados. Estaban los que venían de muy lejos, de lugares donde por primera vez tenían agua corriente, alta tensión o escuelas para estrenar. Otros no venían de tan lejos y, al revés, habían visto como en las grandes ciudades los gobiernos opositores se habían atacado los centros culturales, se había privilegiado la educación privada por encima de la pública, se había desdeñado a los que venían a trabajar a estas ciudades y que esperaban poder pedir un turno en el hospital que financian con sus impuestos cada día.

Podíamos abrazarnos con los que agradecían por lo conseguido y los que agradecían por lo que no habían perdido, por los derechos conquistados para todos, por haber sentido que tenía sentido pagar impuestos, que tenía sentido enfrentar a la corporación judicial, a la mediática. Se agradecía volver a ver el sol, ver las flores brotar, se agradecía que la naturaleza volviera a seguir su curso, un curso truncado cuando todo se convierte en negocio y especulación.

Los que laburaban en las fábricas, los que portaban orgullosos una bandera y gritaban sus consignas, los comerciantes que las vieron pasar todas, los sindicalistas y los autoconvocados, aquellos que no han encontrado el tiempo o no han cerrado aún del todo las heridas del pasado para volver a volcarse a la militancia organizada, estaban todos.

Lloraban los humildes, los nenes, los jubilados y jubiladas, lloraban las madres abrazando fuerte a sus hijos, lloraban los ursos que no podían contener el llanto. Lloraba una plaza una alegría soñadora, un estado de embriaguez colectivo, embebidos de proyectos y juramentos de no aflojar, de seguir construyendo, de no bajar las banderas.

La sensación entre toda esa gente linda, entre los que lagrimeaban, los que gritaban dando ánimos, los que no podían decir nada, los que miraban a los ojos a cada uno de los que se cruzaban. Todos sabíamos que era increíble que no hubiéramos podido sostener nuestro proyecto hacia el futuro. En realidad, también tomábamos dimensión, comprendíamos que el monstruo es grande y pisa fuerte.

Caíamos en cuenta que el dique se había roto, que ya no iba a estar ahí Cristina para frenar la avalancha. Así que hay que apuntalar, cada uno tendrá que buscar su centro de gravedad para seguir extendiendo el brazo al que lo necesite, el monstruo más grande es el del individualismo, el de la indiferencia. Así que convirtamos esta incredulidad en creatividad, en inteligencia colectiva, en fortalecimiento de las convicciones que le dan sentido a nuestras vidas.