La presidenta de la República, Michelle Bachelet, respecto del aborto, afirma que en Chile “la gente que tiene recursos lo hace en buenas condiciones”, y el senador Andrés Zaldívar le responde que no está de acuerdo. Ambas posiciones son correctas, sólo que por motivos muy distintos.

La Presidenta dice algo que todos sabemos hace ya más de cincuenta años. Sólo que, antes y ahora, para los pobres se trata de lugares sombríos y clandestinos. Lugares al que son arrojados esos accidentes amargos, que quedarán marcados en la biografía, porque no se esperaba como una violación que pudiera llegar un día inesperado; o a un hijo, que ha sido concebido, como proyecto de vida, por quienes se aman o se han amado y que extraños extravíos biológicos avisan que nacerá sin vida, sin cerebro o con la vida de la mujer amenazada. En síntesis, historias de dolor y sufrimiento.

Por otra parte, hay historias de quienes pueden pagar, pero esas historias son tan breves como este párrafo. Efímeras, fáciles y, sobre todo, “quirúrgicamente limpias”, en buenas clínicas anónimas donde se ingresa por otras dolencias, o mediante un viaje a Buenos Aires o a Miami, con el tiempo suficiente para pensar en aquel error o meditar con tranquilidad en la decisión a tomar.

A esas mujeres el senador Zaldívar no las conoce. Las primeras no están en su paisaje: él vive en los salones, comparte con banqueros, políticos y empresarios cuyas preocupaciones están lejos del dolor y el sufrimiento de las mujeres de Chile. A las segundas, tampoco las conoce, porque no está en edad de conocerlas y, a lo más, alguna historia ajena, en su largo pasado, rozó de manera casual alguna conversación del tipo “supiste que…”. Él tiene sus razones bien amparadas en un contexto donde la culpa es la rectora, y el castigo, la mano fría de la indiferencia. Él representa a todos los escuderos de la intolerancia que constantemente nos recuerdan que los dolores y sufrimientos constituyen un destino de salvación.

Por supuesto, ellos, los predicadores, viven ya salvados, en medio de la comodidad y la negación del mundo, atribuyéndose por vía directa una potestad inmaculada acerca de lo que es la vida y cómo se ha de vivir en ella, negando de paso, irresponsable y cruelmente, la posibilidad de que toda mujer tenga el derecho a decidir sobre su propia intimidad.

¿Qué diferencia hay con los castigos crueles de otras religiones? Ambas posturas tienen el sello de la violencia, porque pretenden imponer a otras y otros la negación de la libertad sobre los propios pensamientos, sentimientos y acciones. Hay una raíz vital que no quieren que se exprese, porque se sienten llamados a regir los destinos de otros seres humanos, y ese solo hecho los invalida para hablar de lo que es la vida.

A estas alturas, probablemente, un lector desprevenido debe estar pensando: “Este está de acuerdo con el aborto”. Afirmación nacida de la falsedad de la pregunta de si uno está o no de acuerdo con eso. La pregunta tiene implícita una trampa bien urdida, propia de los sostenedores del poder. Esto es así por la sencilla razón de que está formulada desde la negación u omisión de la situación en que se encuentra cada mujer al momento de enfrentarse a un embarazo no deseado. Es esa mujer la que deberá decidir en el momento en que tenga la imperiosa necesidad de hacerlo. Es en esa instancia en que tendrá que cotejar sus creencias con su momento de vida y decidir de acuerdo a ellas. El momento en que la intimidad se expresa de una manera determinante con sus preguntas verdaderas y críticas: ¿Qué piensas?, ¿qué sientes?, ¿qué harás? Cuando se está en tal situación es muy difícil unir en una misma dirección todas las respuestas. Es entonces cuando la pregunta de si se está de acuerdo o no muestra su carencia de significado. Es en ese “ahí” que hay necesidad de las propias respuestas y no de las de otros. Menos aún si ese otro es un hombre que levanta su dedo inquisidor y utiliza como armas la culpa y la amenaza.

La cuestión de fondo es, entonces, que allí estarán en juego las propias creencias para que se pueda elegir libremente, y la fe tendrá o no su correlato para que esa elección sea correcta, dentro de condiciones que no han sido elegidas. Porque en ninguna mujer está la voluntad de un embarazo no deseado, ni la de un hijo cuya vida no será, ni la de una violación. Ni siquiera la imprevisión admite ajenas y totalitarias respuestas.

Es una cuestión de respeto profundo por las mujeres. Ellas son las llamadas a decidir acerca de sí mismas. Por ello, cualquier creencia que se pretenda imponer a otros mediante la ley y el castigo, muestra sólo el rostro de los negadores de la vida plena y necesaria para que todas y todos puedan transitarla sin dolor, sin sufrimiento y, sobre todo, sin culpa. Así que las razones lejanas para ejercer el derecho a decidir por un aborto no son otra cosa que un disimulo, una distracción, para sostener un sistema alejado de la necesidad y el derecho de toda mujer, para construir su vida de acuerdo a sus particulares resoluciones, y su elección será siempre un derecho que no se puede impedir.