Por Alejandro Viovy Apablaza.-

Conforme al progreso que fundamenta el actual sistema de cosas, la diversión y el ocio se han transformado en bienes transables y de consumo. Hoy la violencia que ejercer la libertad económica repercute en el bolsillo y en el estado de ánimo de los chilenos y chilenas.

Las concesionarias que administran los clubes deportivos están emulando el modelo europeo en lo que respecta la venta de entradas, es decir, sus intenciones es lograr un abono total del reducto. Explicado a grueso modo, cada abonado está pagando una cifra anual para asistir a todos los partidos de su equipo en el año, y de esta manera la empresa se asegurará un ingreso mínimo. Un negocio redondo para las sociedades anónimas, pero no así para las familias ¿Qué pasará con el hincha que no tiene el dinero suficiente para costear el abono?

Universidad de Chile tienen cerca de 20 mil abonados, mientras que Universidad Católica alrededor de 10 mil. Las cifras de los abonados suben y suben porque las concesionarias han hecho campañas mediáticas ofreciendo servicios al hincha como si fuera consumidor de un producto con fecha de vencimiento. Y claro, la publicidad encandila, obnubila y atrae, y esconde el trasfondo real. Jacques Ranciere define al consumidor como aquel que se identifica en la figura del asalariado que defiende egoístamente sus privilegios, y es justamente lo que se está implantando silenciosamente; rehuir de fuerzas colectivas antagónicas para ejecutar la idea prima que opera tras las sociedades que controlan el fútbol: Maximizar ganancias.

Tal como sucede en Europa, cuando la asistencia sea preferentemente de abonados, las pocas entradas que quedarán disponibles al público general se venderán a un precio sin control. Una acción que ya lo hemos presenciado cuando los directivos incrementan desproporcionadamente el valor de los tickets en partidos considerados “importantes”.

En suma, se apunta a aplicar una política de control sobre el cuerpo para así evitar disidencias y cuestionamientos ante las formas antidemocráticas que tienen los directorios de ejercer el poder. Las condiciones sociales y económicas de ese público que antes era activo en la creación de un significado social, relevante incluso en la época de la dictadura ya que fue en los estadios donde se escuchó por primera vez el cántico “y va a caer”, hoy se traduce en la conformación de aparatos normalizadores del disciplinamiento provocadores de inactividad cognitiva, colectiva y social. Por medio de estas medidas, lo irracional que emerge desde lo profundo del ser humano, en la vivencia del fútbol, propio de Latinoamérica, se aplaca mediante dispositivos de obediencia, pues la industria no sólo pretende producir mercancías sino también subjetividades.

Un poder, como diría Foucault, cuyo objetivo más alto ya no es matar, sino que invadir la vida misma puesto que así será útil y reproducirá el sistema. El cuerpo, por tanto, en esta modernidad es una máquina que debe responder a exigencias y patrones preestablecidos, adquiriendo ciertas aptitudes y formatos de comportamiento en función de los mecanismos de producción.

Ahora bien, es curioso que las organizaciones políticas que se han formado en contraposición a las concesionarias son tildadas de “delincuentes” y de “lacras” por algunos comunicadores, sin hacer ninguna distinción, y sin interiorizarse en el conflicto originario que se asocia hacia la racionalidad y entendimiento político del problema.

Carlos Alberto Délano fue accionista mayoritario de Azul Azul, y hoy es acusado de un millonario fraude fiscal. Yuraszceck salió culpable del bullado “Caso Chispas”. ¿Dónde están los delincuentes?

Ir al estadio es una actividad simbólica, de mucho sentido, incluso político en su significado ontológico. Porque el hincha es parte de una gesta, de un resultado, de un futuro, de un cambio radical. Y aunque parezca cliché, el hincha es el jugador número 12, porque el fútbol sin la gente, simplemente no existe. El fútbol es ruido, es demostración de alegría, de frustración, de euforia, de emoción, de pena, es un cúmulo de sensaciones en un instante. Porque el estadio es ese espacio público que quisiéramos tener cerca de nuestros hogares, porque es vivir, porque estremece; es el lugar donde compartimos lo humano con nuestros seres más queridos, con nuestros hijos, con nuestros padres, con nuestras madres y con nuestros amigos, y es dónde también se crean nuevos lazos permanente de afectos y vinculación.

La satisfacción de gritar un gol es transversal a la clase social, al país, a la cultura y al equipo del cual uno es hincha. Es un momento, un tiempo determinado en que se desborda lo profundo y se comparte con el otro. Es el abrazo a la persona desconocida, es ese gesto cálido y transformador; y que sin saber de dónde es, ni qué estudió, ni su postura política, integran una intensidad de códigos en conjunto con muchas otras personas que posiblemente nunca verán.

Estoy seguro que si todas las localidades tuvieran el mismo costo, el hincha seguirá yendo al mismo lugar que acostumbra, porque es un ritual, porque siente que es la manda necesaria que debe cumplir para que su equipo triunfe: Es el lugar sagrado. Es el espacio por el que ha pasado el abuelo, el padre y por el que pasará también el hijo.

Cuando el sistema de abono logre su máxima expresión ¿qué pasará con el hincha que va con su familia al estadio? ¿Podrá esa familia comprar 4 abonos anuales? “Es lo más importante de lo menos importante” dice Eduardo Galeano en relación al fútbol, y por eso creo oportuno que algo debe articularse para evitar que se comercialice esta pasión. La pregunta ahora es ¿Qué se debe hacer?