Recorro con la mirada las escuelas, plazas y calles de mi ciudad. Veo que están pobladas de una multiplicidad de objetos que antes no estaban allí. Niños sonriendo a relucientes cámaras digitales y teléfonos celulares, jóvenes y mayores de muy diversas procedencias sociales conectándose entre ellos, acercándose desde remotos lugares. Todos absortos en algún cotidiano afán, pero ufanos de movilizarse en cada vez más veloces y relucientes bólidos. Todos ellos accediendo a recursos hasta hace poco vedados y reservados sólo a las ínfimas minorías. Todo ello me alegra, pero no me contenta.

Y es que, apareada con el entretenido destello que emana de cada uno de esos novedosos y – en ocasiones – muy útiles juguetes, veo emerger una nueva esclavitud. Entreverado con la fascinación de las reconocidas marcas que ostentan henchidos pechos, fusionado con el neón que desprenden veloces piececitos otrora apenas enfundados en andrajosas zapatillas o en su más plena desnudez, veo enseñorearse un gran esfuerzo o un peligroso modo de vivir. Sobre todo, veo asomar otros tantos nuevos deseos, insaciables, inacabables…

Me pregunto si la justa pretensión de vivir como iguales, se ve colmada en ese brevísimo instante en el que parecemos lograrlo, a juzgar por los objetos con los que nos rodeamos.

Me pregunto si esa interminable e intolerable sed en busca de nuevas posesiones justifica la energía que ponemos en ello. Me pregunto si las personas sienten plenitud al llegar a estas provisorias instancias o si es que un inmediato vacío procede al culminar cada uno de estos periplos de compra y consumo.

Una nube de sospecha se agiganta en el horizonte al reflexionar sobre estas muy comunes y extendidas prácticas. Lejos de ensancharse el refinado mundo de los acaudalados príncipes y princesas que poblaban los coloridos relatos de nuestra infancia, las frías estadísticas revelan que la brecha entre los distintos sectores sociales – al menos desde el punto de vista de sus posesiones – crece día a día.

He leído que unas ochenta y cinco personas detentan el mismo capital que el cincuenta por ciento más pobre de la humanidad en su conjunto. Otros números igualmente verosímiles indican que un ocho por ciento de personas acaudaladas ostenta el ochenta por ciento de los recursos económicos del mundo. Aquella inocente alegría que sentí por un momento, da paso a una indignada desilusión.

De repente, la ingenuidad se disipa por completo, al comprender con total claridad la conexión entre esos dos hechos aparentemente contradictorios. El disfrute de cada vez más objetos por parte de sectores cada vez más amplios, eso que en ocasiones es confundido con inclusión social, no es en absoluto equivalente al logro de un mundo de iguales derechos y oportunidades para todos.

El acceso al consumo, lejos de conducir a la igualdad, explica la desigualdad.

Basta ver cuál es la puerta de ingreso más habitual para los innumerables desposeídos a ese brillante, veloz y fugaz mundo. El crédito. Imposible resistir ese canto de sirenas que ofrece inmediato y pasajero bienestar… y crónica dependencia. Sencillo es comprender cómo esa obnubilación momentánea o permanente que nos lleva a confundir felicidad con objeto, termina alimentando las arcas de quienes facilitan esa trampa letal.

El encadenamiento a las cuotas y sus crecidos intereses conducirá a una moderna esclavitud en sus distintas variantes. Acaso se compre la felicidad del instante con interminables horas mal pagadas en denigrantes y repetitivas tareas. O con parte de la extendida e igualmente exigua dádiva estatal. O mendigando abierta o subrepticiamente, solicitando al prójimo colaboraciones vestidas de trabajo indigno. O simplemente vengando la violencia social de la marginación con violencia delictiva.

Es obvio para cualquier observador, que ninguna de estas variantes conduce a una ruptura con las condiciones de origen, ni origina un mejoramiento real en las condiciones de vida y perspectivas de la gente. Ni que hablar de una transformación cualitativa interior que se refleje en un estilo de vida diferente.

Aparece así, con abrumadora claridad, cómo el único beneficiado es el sistema de consumo y propiedad capitalista, ensanchando la posibilidad de vender cosas a quienes antes ni siquiera aspiraban a comprarlas.

Es terrible constatarlo, pero necesario. La mal llamada inclusión que se basa en la apetencia hacia cada vez más perecederos bienes de consumo, lejos de achicar las diferencias de posibilidades entre estamentos humanos, las aumenta. Lejos de hacer crecer la libertad de los grandes conjuntos humanos, fortalece la dependencia del sistema, empequeñeciendo la posibilidad de ser cada día más humanos, trabajar menos y poder crear.

Entonces ¿no poseer? ¿Dejar ancladas a las grandes mayorías en la misma carencia de siempre? Absurdo. ¿Condenarlas a un inagotable deseo en el que lo único que se extingue sin remedio es el sentido de la vida? Absurdo también.

Es necesario encontrar una opción que no sólo facilite la objetiva nivelación sino que además produzca un cambio de calidades en el hábito subjetivo, una transformación cultural profunda, ¿Cuál es la actitud que quiebra la lógica fatal del capitalismo, el derecho a acumular?

El derecho a compartir.

Acaso sea éste el acto equivalente hoy a aquel que condujo a nuestra especie a acercarnos al fuego, saliendo del reflejo animal de huir de él. Acaso sea ésta la verdadera revolución hacia el futuro, pugnando juntos por construir intencionalmente un modo no reflejo de actuar socialmente.

¿O cabe alguna duda que los recursos imprescindibles para la vida, el aire, el agua, la tierra, los alimentos, los avance científicos, son, en su esencia propiedad común? ¿Con qué derecho objetivo habrían entonces de ser expropiados, alejados de su verdadero propietario, la comunidad humana?

¿Por qué habría de resultar tan extraño entonces que pudiéramos gestionarlos de manera colectiva, siguiendo variados modelos o experimentando diferentes caminos, pero teniendo todos ellos el inequívoco signo de la colaboración, de la cooperación, de la hermandad?

La solución al problema de la apropiación no se encuentra dando respuestas a él. El problema desaparece cuando se lo elimina. Es decir, cuando el acto humano ya no se refiere a la posesión, sino que se libera de esa esclavitud, animándose a trascender las limitadas fronteras de la individualidad.

Hacia eso vamos.