Desde que comenzó a instalarse en el mundo, hasta llegar a convertirse en el sistema hegemónico que es hoy, al neoliberalismo siempre le ha repugnado ser considerado una ideología. De hecho, el conocido libro de Daniel Bell que decreta su muerte apareció allá por el año 1964. “La economía es una ciencia, somos pragmáticos. La realidad manda”, han dicho recogiendo las viejas tesis del Metaphisycal Club de Boston, pero imponiéndolas con un fundamentalismo muy alejado del espíritu experimental que inspiraba a aquellos pensadores estadounidenses.

En líneas generales, casi todo el mundo conoce ya sus postulados: la naturaleza humana es esencialmente egoísta y toma decisiones en función de su propia conveniencia, condicionada por impulsos básicos de temor y codicia. El mercado es una “fuerza natural” (según el gurú Von Hayek y sus acólitos) capaz de organizar las infinitas opciones individuales en una especie de coreografía conjunta, y a los economistas les bastaría con apelar a las combinaciones de la Teoría de Juegos para predecir su comportamiento. Punto, no hay más. La noción de proceso histórico ha desaparecido en un mundo sin tiempo, congelado en un eterno presente. La política se vuelve innecesaria (y con ella el Estado) porque cualquier intervención distorsiona esta mecánica virtuosa. ¿Y las desigualdades? Bueno, así es la vida, el mundo natural es desigual y eso no puede evitarse porque el remedio sería muchísimo peor que la supuesta enfermedad.

Podría pensarse que exageramos llevando las descripciones hacia una caricatura, pero no es así. En Chile conocemos muy bien esta línea argumental porque la venimos escuchando machaconamente durante más de veinte años y también hemos sufrido en carne propia su aplicación extrema. De hecho, la discusión que se ha instalado en el país durante los últimos meses motivada por la implementación de una nueva política impositiva y algunas reformas educacionales, ha sido abordada casi exactamente en los mismos términos: la actual desaceleración económica se debería a una fuga de capitales (temor) porque en las nuevas condiciones, el margen de ganancia para la inversión no sería suficiente (codicia). Entonces el gobierno chileno se ha visto obligado a retroceder moderando su proyecto político-social, en desmedro del compromiso electoral adquirido con la demanda ciudadana. Nada nuevo ni muy distinto de lo que ha ocurrido antes, solo que ahora la traición es más visible.

Aunque nadie lo haga explícito porque sería muy impopular, el argumento de fondo del actual statu quo para validar estas prácticas antidemocráticas es que ese espíritu animal, esa rapacidad, que intenta obtener siempre el máximo beneficio propio es inherente a la naturaleza humana, de modo que frente a esta realidad ineludible no se puede hacer otra cosa que negociar. Todo lo demás es ideología. Basta ver lo que sucede en Argentina cuando han intentado rebelarse contra la extorsión flagrante de los fondos buitre (una denominación muy exacta, que revela el trasfondo zoológico vigente).

La duda sobre este terrible destino que hace del ser humano una bestia más entre las bestias nos ha acompañado durante toda nuestra historia, desde el viejo “animal racional” aristotélico en adelante[1]. Para el neoliberalismo esa creencia (convertida en “sentido común”) constituye el sustento de su actual hegemonía, así es que ha decidido imponerla como dogma indiscutible. Esto ya no es ideología sino que algo peor: esto es teología. Porque aquella amenaza parecía disiparse, a medida que avanzábamos por el camino del fuego.

El primer acto humanizador por excelencia fue el dominio del fuego. El gesto de contradecir a sus instintos y acercarse al peligro en vez de huir de él hasta llegar a domesticarlo, fue la primera demostración de que en aquel cuerpo bestial habitaba algo más que una bestia. De ahí en adelante, el propósito original se ha mantenido en el curso del tiempo, con avances y retrocesos, hasta lograr reemplazar ese mundo natural hostil por un ambiente cultural y social. Pero el proceso está recién comenzando, porque los vestigios de aquel pasado aún impregnan profundamente nuestra convivencia. En este contexto, resulta patético que el economicismo imperante pretenda volver a sumergirnos por decreto en la animalidad, desconociendo todo lo avanzado. Aunque su intento no debiera sorprendernos porque es muy similar a lo que han tratado de hacer –por distintas vías- los absolutismos de todas las épocas, para ahogar ese impulso libertario primordial.

De la naturaleza a la historia

En realidad, la discusión sobre si el ser humano “es” (tiene naturaleza fija) o “va siendo” (tiene historia) es bien conocida porque viene de muy lejos, prácticamente desde los albores del pensamiento, pero aún no termina de resolverse. Para ser precisos, arranca hace alrededor de 2.600 años, entre dos personajes que dan origen a la filosofía occidental: Heráclito y Parménides.

Heráclito es conocido por esa frase que dicen que dijo: “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. Aunque la expresión original es un poco distinta y se ha distorsionado con el tiempo, nos permite acercarnos a su idea central de que todo fluye y está en permanente cambio (en dialéctica, diríamos hoy). Por su parte, Parménides afirmó casi lo contrario, al concebir el ser como algo estático e inmutable. Por razones dignas de un estudio más profundo, el que se impuso fue Parménides y de ahí en adelante tanto la filosofía como después la ciencia se aplicaron a descifrar ese ser de las cosas, asumiendo su existencia. Por cierto, el ser humano también estaba incluido y se lo ha tratado de apresar, de fijar desde distintos lados. ¿Cómo sería el mundo si hubiese predominado la posición de Heráclito? No lo sabemos, pero suponemos que habría sido completamente distinto.

Sin embargo, hoy en día esta noción de inmutabilidad es cada vez más difícil de sostener. Ha pasado demasiada agua bajo el puente, diríamos siguiendo a Heráclito. Los avances de la sociedad, las posibilidades que ha ido abriendo la tecnología dan cuenta empíricamente de un cambio incesante y acelerado, más que de permanencia. El doctor Felipe Barros es un neurobiólogo chileno que desarrolla una investigación sobre flujos de materia y energía, en el Centro de Estudios Científicos[2] ubicado en la ciudad de Valdivia. En una entrevista[3] comenta que “todo lo que nos rodea está en estado de flujo y de intercambio de materia constante […] la materia se ordena para maximizar el flujo de energía”. Su investigación ha demostrado, entre otras cosas, que ninguna de las moléculas de nuestro cuerpo alcanza a durar más de dos meses. La permanencia es entonces una gran ilusión pues no solo cambia el río sino también el bañista. El filósofo griego, donde quiera que se encuentre, debe estar ahora retorciéndose de risa.[4]

Aún así, existen posiciones conservadoras que todavía sostienen la existencia de principios e incluso de instituciones inmutables. La llamada “ley natural”, tan apreciada por algunos sectores religiosos, ha servido para fundamentar su oposición a la anticoncepción, el uso de células madre, el divorcio y un largo etcétera. O bien, para valorar instituciones como la familia, a la que definen como el “núcleo básico de la sociedad”, denotando a través del lenguaje el sustrato biológico que sostiene a dichas concepciones. Lo mismo sucede con la moral, la sexualidad y -¡oh sorpresa!- hasta con la propiedad ya que, según esta visión, se trataría de un derecho natural.

Su acción política se orienta a tratar de frenar el progreso con el argumento de que esos avances violan el orden natural y las transgresiones han de pagarse con todo tipo de catástrofes. Es claro que las posiciones conservadoras no se encuentran solo en los sectores religiosos. Ciertas corrientes ecologistas también aborrecen los cambios, lo que devela su trasfondo naturalizador. Hay ecologismos y ecologismos, pero no son tan fáciles de diferenciar unos de otros.

Aún cuando la tecnología sigue impulsando cambios cada vez más acelerados, las instituciones sociales se transforman a la velocidad del caracol. A menudo son capaces de perdurar por siglos. De hecho, hoy vivimos un momento histórico de agudo retroceso porque la concepción zoológica y darwinista que se ha impuesto en el mundo supone que la actividad social se “autoregula” obedeciendo a leyes económicas “naturales”. Entonces quizás sería prudente avisarle a los bancos para que se autoregulen, pues no parecen haberse enterado todavía que también forman parte de este orden tan natural.

Para el Humanismo Universalista todo cuanto se refiere a lo humano es histórico, no natural. La definición que sintetiza esta posición es la siguiente: “el hombre es aquel ser histórico cuyo modo de acción social transforma hasta a su propia naturaleza”. Esto significa que nada de lo social y ni siquiera el propio cuerpo -lo que aún conservamos de naturaleza- es inmutable y estas transformaciones no son mecánicas ni accidentales sino que intencionales.

Del reflejo a la intención

En lo que concierne a la conciencia humana, sucede que hasta las concepciones más progresistas se igualan a las conservadoras. Porque incluso aquellas corrientes historicistas, que hablaron de transformación, proceso y dinámica social, invariablemente explicaron dicha actividad como resultante de factores externos al ser humano. Es decir, en el corazón de su planteo subsistía otra vieja creencia: la pasividad de esa conciencia.

Así, se concebía al siquismo como un espejo, cuya función principal consistía en responder reflejamente a los estímulos provenientes del mundo externo. Un viejo manual de Psicología editado en los años 50 por la R.S.S.F.R. (República Socialista Soviética Federativa de Rusia, una de las seis repúblicas de la Unión Soviética) da cuenta de esta posición, al referirse a los fenómenos síquicos como reflejo de la realidad objetiva: “El mundo real reflejado por el cerebro humano en forma de fenómenos síquicos constituye el mundo subjetivo del hombre, reflejo o imagen del mundo objetivo, existente fuera de nosotros e independiente de nuestra conciencia” (el énfasis es nuestro). A continuación, cita a Lenin: “Las cosas existen fuera de nosotros. Nuestras percepciones y representaciones son imágenes de ellas”.[5]

Por eso, de acuerdo a la lógica causal que suscribían, era necesario cambiar primero al mundo para que éste después cambiara a la conciencia, puesto que era su reflejo. Pero si todo eso que el ser humano decide o hace dependiese por completo de la “realidad objetiva”, entonces su libertad quedaría reducida al absurdo. Sin duda que esto explica muchas cosas, pero además sugiere una pregunta crucial: ¿cómo podríamos cambiar aquello que solo reflejamos?[6]

El momento de inflexión se produjo recién a comienzos del siglo XX, cuando se logró abordar la subjetividad con una mirada nueva, liberada del prejuicio mecanicista decimonónico. Esas investigaciones descubrieron un siquismo pleno de actividad propia y no simples reacciones reflejas. Si la conciencia pasiva solo responde cuando el mundo “viene” hacia ella, una conciencia activa “va” hacia el mundo para operar en él y sobre él intencionalmente. El vocablo “intencionar” significa tender-hacia o dirigirse hacia, lo que implica la idea de trazado o de propósito previo, algo simplemente inconcebible para una relación de tipo especular[7]. También se comprobó que ese siquismo era capaz de diferir (postergar) sus respuestas, lo que agrega al asunto un elemento nuevo: aparece el futuro como tiempo de conciencia. Esta capacidad de anticipación le permite imaginar un mundo posible y elaborar proyectos para hacer realidad aquellas imágenes, con un desfase temporal importante.

Todo indica que hemos llegado al punto de contradecir radicalmente a Lenin y la concepción materialista de los fenómenos síquicos, porque la ecuación se ha invertido y desde esta nueva mirada, el mundo es un reflejo de la conciencia[8]. Por cierto que la realidad pone condiciones más duras o más favorables a esos proyectos pero, como hemos visto, nunca puede determinarlos absolutamente. A través de esa brecha de libertad se expresa lo humano.

El camino del fuego

A diferencia de los animales, el ser humano es un eterno inadaptado. “Adaptarse a lo existente”, como lo exigen frecuentemente nuestros conspicuos gobernantes (apoyados por un ejército de sicólogos y siquiatras funcionales al sistema) es completamente antihumano, responde a una noción zoológica. Por el contrario, “transformar lo existente” es lo propiamente humano. Humanizar el mundo circundante es sacarlo de su estado natural y humanizarse a sí mismo es liberarse de los condicionamientos instintivos, tal como hicieron nuestros congéneres hace 600.000 años para acercarse al fuego.

La intención humanizadora cruza toda nuestra historia y la alumbra de sentido. Cada acto que hace crecer ese horizonte infinito es un paso más en este tránsito incesante y esperanzado. Al mirar desde ahí la sociedad actual, concebida bajo pautas estrictamente animales, queda en evidencia su carácter regresivo, que traiciona el espíritu transformador heredado de nuestros ancestros al abrir la marcha por el camino del fuego, allá en la lejana prehistoria.



[1] La guerra de las salamandras (1936) es una novela del escritor checo Karel Capek que aborda con ironía esta relación conflictiva entre atavismo y cultura.

[3] Revista Paula, agosto 2014, Chile

[4] En estricto rigor, esto también fue establecido por Heráclito en la sentencia original. La frase que se conoce popularmente proviene del Crátilo de Platón: “En algún lugar dice Heráclito que ‘todo está en movimiento y nada permanece’, y comparando los seres con la corriente de un río dice que ‘dos veces en el mismo río no podrías sumergirte’.”

[5] Psicología, Academia de Ciencias Pedagógicas de la R.S.S.F.R. Edición en español: Editorial Grijalbo, México.

[6] “¿Y si la vida es solo el espejo que refleja un paisaje, cómo podrá cambiar aquello que refleja?”. Humanizar la tierra, El Paisaje interno, Silo. Editorial Leviatán, Argentina.

[7] Iván Séchenov, uno de los creadores de la corriente reflexológica, sostenía que “todas las acciones del hombre están determinadas o se hallan condicionadas causalmente por influencias externas” (Los reflejos cerebrales, 1863).

[8] Es importante aclarar que la idea de mundo no se refiere solo a lo externo sino también a lo interno. Siguiendo la misma línea de razonamiento, esa conciencia sería incapaz de cambiar la realidad externa si simultáneamente no estuviera transformándose a sí misma. Aquí se abren muchas preguntas que exceden el alcance de este análisis.