Acababa de amanecer en Yaeda Chini, una zona de Tanzania al sur de las llanuras del Serengeti. Iba caminando entre los matorrales con un grupo de hombres de la tribu hadza que habían salido a cazar jabalíes aprovechando un día relativamente fresco.

Ya estaba sangrando a causa de los arañazos de las espinas de las acacias, pero de pronto un dolor distinto, abrasador, me recorrió el brazo. Un pinchazo agudo, y luego una oleada de intenso calor hizo que se me hinchara la mano y que me dieran arcadas. Y luego llegó el primer picotazo de otra sensación: pánico. No llevaba antihistamínicos.

Gonga, uno de los cazadores más mayores, examinó de inmediato los matorrales en busca de la causa de mi dolor. Señaló una estructura de forma hexagonal, fina como una tela de araña, que colgaba de una rama, y habló en suahili a nuestro traductor masai. «Nido de avispas», me dijo este. Cogió un puñado de hojas de otro arbusto, las apretó contra mi brazo, y esta fresca compresa alivió el dolor.

Se piensa que los cazadores-recolectores hadzas han vivido en Yaeda Chini desde hace más de 40.000 años. Durante gran parte de ese periodo, han dependido de los remedios botánicos naturales de su ecosistema para tratar las enfermedades. No son los únicos que ven su hogar como una farmacia. En la actualidad, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que en algunos países de Asia y África hasta el 80% de la población aún confía en las plantas para su atención médica primaria.

Las plantas han sido vitales en el desarrollo de hasta el 50% de los fármacos actuales. De hecho, si no fuera por el conocimiento botánico específico de los pueblos indígenas y tribales, especialmente de aquellos que viven en las selvas, puede que aún no conociéramos numerosos compuestos medicinales.

Por ejemplo, la aspirina, un analgésico manufacturado, se desarrolló a partir de la corteza del sauce blanco, que los indígenas norteamericanos hervían para tratar los dolores de cabeza. El medicamento Taxol, un extracto de la corteza y las acículas del tejo del Pacífico, y que fue adoptado por los nativos norteamericanos por sus poderes inmunizadores, se usa en la actualidad para tratar tumores en el pecho y los ovarios.

A miles de kilómetros de distancia, en Sudamérica, algunos productos vegetales que los indígenas utilizan como veneno han alcanzado gran importancia en la medicina occidental, como por ejemplo el curare, un veneno para flechas. «Tradicionalmente se ha utilizado en las puntas de las flechas para inmovilizar a la presa, y ahora se emplea como relajante muscular para humanos, lo que hace posible procedimientos como la cirugía a corazón abierto», explica Stephen Corry, director de Survival International. En el sur de África, la planta buchú, que los bosquimanos usan desde hace tiempo para hacer cataplasmas para curar pequeñas heridas, ahora se usa para enfermedades del riñón y del tracto urinario (ya en 1821 una farmacéutica de Londres registró la planta como remedio).

A pesar de que en todo el mundo se utilizan medicinalmente más de 50.000 especies de plantas (solo los shuares de Perú usan 100 especies distintas para dolencias estomacales), se cree que los científicos occidentales aún desconocen el valor terapéutico de muchas otras. Dado que los 150 millones de indígenas tribales del planeta llevan generaciones estudiando la flora de sus respectivos ecosistemas para sobrevivir, es de sentido común valorar más su sabiduría y experiencias, afinada a lo largo de milenios de pruebas y errores.

En la selva amazónica, los yanomamis necesitaron años de experimentación con sus plantas para descubrir que el jugo de la viña leñosa conocida como uña de gato alivia la diarrea (estudios en Europa también han demostrado su eficacia para el tratamiento de la artritis reumática), y que la corteza del árbol del copal trata las infecciones oculares.

Esta críptica sabiduría muestra cuánto tiempo hace falta para entender el medio ambiente autóctono. En Canadá, los pueblos innus saben que un dolor de oídos se puede tratar exitosamente frotando las raspaduras del escroto de un castor y que se pueden combatir las infecciones con la vesícula biliar de un oso. En palabras de un hombre innu, «ahí fuera hay medicinas que yo conozco. En la naturaleza yo soy un ecologista y un biólogo».

En las comunidades tribales esta función de «biólogo» suele ser la del chamán, que combina los poderes de diagnóstico y curación de las plantas con la sanación espiritual. Muchos utilizan poderosos alucinógenos hechos con cortezas, hojas, flores, cactus o setas para inducir estados alterados de conciencia. Las condiciones de una mente alterada permiten a los chamanes comunicarse con los espíritus o con los fenómenos naturales y determinar la causa de la enfermedad del paciente. «Cuando esnifas por primera vez el polvo del árbol de yakoanahi», explica Davi Kopenawa, un chamán yanomami de Brasil, «los espíritus de xapiripe empiezan a reunirse a tu alrededor. Gradualmente, comienzan a descubrirse».

Los chamanes yalis creen que ciertas plantas que crecen en las tierras altas centrales de Papúa Occidental son lo suficientemente poderosas para expulsar a los fantasmas de las comunidades y a las ratas de los campos, para garantizar la llegada de la lluvia o el éxito de una partida de caza. «Un anciano yali me enseñó acerca de las mágicas plantas de su mundo», dice el doctor William Milliken, un etnobotánico de los Reales Jardines Botánicos de Kew, en Londres. «Las plantas eran tan secretas y poderosas que a veces tan solo decía sus nombres en un susurro, para no decirlos en voz alta».

Pero hablar en voz alta, sin embargo, ha permitido formar el conocimiento de generaciones de chamanes. Las lenguas indígenas son las lenguas de la tierra, y sus vocabularios contienen información botánica reunida a lo largo de siglos. El vasto conocimiento de los kallawayas, sanadores viajantes de Bolivia, está codificado en un lenguaje «secreto» llamado machaj juyai y se transmite de padre a hijo: sus lenguas son sus bibliotecas.

Tal vez tan valioso como el conocimiento botánico de los pueblos indígenas sea su enfoque holístico del bienestar humano, que no se ve solo como la ausencia de enfermedades físicas, sino como un estado sostenido de armonía emocional, física y espiritual. El hombre no es una isla que prospera independientemente de la naturaleza; las personas dependen de un sentido armonioso de pertenencia mutua y a la tierra para estar saludables. «El medio ambiente no es algo separado de nosotros», dice Davi Kopenawa, «estamos dentro de él y él está dentro de nosotros».

Es una filosofía que toma en consideración a la persona al completo, mientras que la medicina occidental ha tendido a considerar al individuo como algo compuesto por partes diferenciadas. Sin embargo, a medida que el mundo industrializado adquiere mayor conciencia de las nocivas consecuencias físicas y mentales de la separación de la naturaleza [y, a su vez, de los efectos positivos de estar más en contacto con ella; un estudio estadounidense ha mostrado que los pacientes que se han sometido a una cirugía de vesícula biliar y tienen vistas de la naturaleza desde sus camas en el hospital necesitan menos medicación contra el dolor que aquellos que tienen vistas de una pared de cemento], la necesidad de integrar la medicina occidental con los conocimientos inductivos de los pueblos indígenas se torna aún más lógica.

Irónicamente, justo ahora que la medicina occidental redescubre el valor terapéutico del mundo natural y el lugar que en él le corresponde al hombre, las selvas y otros ecosistemas del planeta están siendo destruidos. Se estima que la desaparición de su hábitat y la sobreexplotación amenaza la supervivencia de más de 50.000 especies de plantas medicinales que se conocen en la actualidad.

La planta de la hoodia, por ejemplo, que los bosquimanos del sur de África conocen desde hace mucho como un inhibidor del apetito, ha sido sobreexplotada por las empresas farmacéuticas para producir medicamentos para perder peso. «Las extinciones de plantas están ocurriendo a una velocidad nunca vista en la historia geológica, y deja a los ecosistemas incompletos y empobrecidos», dice Belinda Hawkins de Botanic Gardens Conservation International. «Y a medida que perdemos especies, perdemos componentes vitales y necesarios para nuestra propia supervivencia».

Muchos de los hábitats que son aún ricos en biodiversidad tienden a ser aquellos que permanecen bajo el cuidado de los pueblos indígenas. Los jarawas, por ejemplo, habitan los últimos pedazos de selva virgen en las islas Andamán, y un vistazo rápido a un mapa de la Amazonia nos muestra que en muchas zonas fuera de las reservas indígenas la deforestación es prácticamente completa, mientras que dentro de las zonas indígenas la selva permanece casi intacta.

Al igual que para los científicos occidentales tiene sentido tener en cuenta los descubrimientos y el conocimiento botánico de los pueblos indígenas en su permanente búsqueda de compuestos curativos naturales, también es razonable pensar que la mejor manera de proteger estas preciosas plantas es asegurar los derechos territoriales de sus guardianes indígenas.

Era hora de descansar, por lo que seguí a los hombres hadzas en su ascensión a un peñasco desde el que teníamos una vista del bosque de acacias, de un verde intenso tras las recientes lluvias.

Permanecimos sentados en silencio mientras se pasaban un cigarro. Mi brazo había dejado de latir; sentía que estaba bien cuidado.

Gonga rompió el silencio. «Este es mi hogar», dijo, haciendo un gesto que abarcaba la tierra hasta las aguas sódicas del lago Eyasi. Más allá se extendían los terraplenes del Gran Valle del Rift y la roja tierra del pueblo iraqw. «Nuestros abuelos vivieron aquí; yo soy parte de la tierra. Nuestras medicinas están aquí. Sin la tierra, no hay vida».

Fuente: Survival.es