A Alejandra Laurencich, inspiradora
En 1962, el artista yanqui Andy Warhol pintó 32 lienzos que mostraban cada una de las clases de sopa de la empresa Campbell. Se hizo famoso y los historiadores del arte lo dan como el fundador del «pop art». Estilo que creció y se desarrolló durante el siglo pasado hasta degenerar en Arjona y el coreano que baila como un caballo por Internet. Quizá sea así, pero jamás pensó el rubio Andrés, creo, que iba a inaugurar también una categoría de merchandising político e, inclusive, eleccionario.
En Argentina, América del Sur, planeta Tierra, el asunto funciona a pleno. Desde un candidato-pasta dental (el actor Fabián Gianola), otro, desclasado, que vende camperas de cuero, camiones y humo (Hugo Moyano), un distribuidor de películas propias en desuso (Fernando Solanas), una traficante de profecías místicas (ni hace falta mencionarla, es esa rubia obsesión), un lobbysta de la banca multinacional, pero de centro izquierda, dice (Alfonso Prat Gay), una muchacha que desfila bikinis en verano (Victoria Donda), el sonriente promotor de un tema de Silvio Rodríguez («Que cosa fuera…sin cantera»), en su versión de felino rodeado de domadores mediáticos, el candidato que promueve a su Tía, a su esposa y a un tipo especial de café colombiano, pelirrojo (tampoco es necesario nombrarlo, usted lo conoce). Y muchos más. Todos mezclados. No sirven ni para tapa de empanadas (aunque sí para tapa de diarios), pero bien pueden venderse como el Noble Rejunte. Cada vez que abren la boca callan más de lo que dicen. En algún caso por carecer de ideas congruentes. Y en otros, porque si dicen lo que piensan se reciben de bonzos políticos.
Pero para escribir estas líneas no me inspiran las trenzas oportunistas y despistadas de los personajes mencionados. «Lo que dicen cuando callan» es el título del magnífico libro de cuentos con mujeres de Alejandra Laurencich (Alfaguara, 2013) que reúne en un solo volumen sus dos obras anteriores y agrega el que le da nombre a esta edición.
El Papa (que está intentando arreglar el desbarajuste moral interno, cambiando macetas y jarrones de lugar sin tocar los cimientos) dijo, en Lampedusa, que hay una repudiable indiferencia global ante la inmigración clandestina. Resulta que en los últimos 20 años han muerto más de 25.000 seres humanos, asesinados por intentar ingresar al mundo «civilizado». Eso que nuestro canalla riojano llamaba el Primer Mundo.Ya se sabe, el sistema perverso fabrica pobres y luego no se banca que esos pobres busquen refugio en los resquicios marginales del deslumbramiento. O sea, no es la indiferencia sino el desprecio, la humillación y el uso de la fuerza lo que debió denunciar Francisco, pero calló. Tal vez porque estaba en Lampedusa, de donde era Giuseppe Tomasi, aquel que escribiera «Que todo cambie para que siga como está», en «El Gatopardo» (1958) y que Luchino Visconti llevara al cine en 1963, con Burt Lancaster y la inolvidable Claudia Cardinale.
En Europa también callan cuando dicen que el secuestro del que fue víctima Evo Morales (y con él todos nosotros) se debió a un «malentendido». Es como sugerir que el genocidio colonial también lo fue, que sólo quisieron persuadir a los habitantes originarios de estas tierras para que adopten la religión y las costumbres de la civilización occidental de aquellos tiempos. Y se les fue la mano. O la espada, el arcabuz y la cruz.
Los amanuenses del Imperio de hoy callan su discriminación, su desprecio por el dirigente que rompió la inercia de 500 años de hegemonía cipaya en su patria y en nuestro continente. Como el excanciller radical Dante Caputo, quien acusó a Evo de «sobreactuar» el atropello.
Los que sí hablaron, y muchísimo, son algunos gerentes locales de las cadenas de negocios que ofrecen electrodomésticos. En la edición del 1 de julio del diario «Los Andes» cuentan que las ventas no cayeron después de vencido el plazo del acuerdo de precios con la Secretaría de Comercio Interior, que conduce Guillermo Moreno, un militante épico de estos tiempos. Al contrario, aumentaron. El argumento que esgrimieron para explicar ese incremento es desopilante. Según estos genios de la impostura, nosotros nos atiborramos de heladeras, procesadoras, lavarropas, computadoras y televisores porque «sabemos» que, en poco tiempo, nuestros ingresos se irán al bombo. Entonces llenamos el hogar de cuanta chuchería vemos por ahí, con el implícito propósito, deliran, de salir a rematar todo al mejor postor cuando no nos alcance la guita para llegar a fin de mes. Como se sabe, estos tipos hacen cursos para trepar en el escalafón empresarial hasta lograr apoyar el culo en el sillón de la gerencia. De merchandising, por supuesto, pero también de packaging, de coaching, de publishing, de marketing y de cualquier otro curro que termine con ing. Ahora parece que han agregado a la currícula una licenciatura en ridiculing. Callan, de esta manera vergonzante, que es el modelo quien promueve el consumo interno. Y no doy los nombres de los declarantes porque, en contra del sentido común, creo que del ridículo sí se puede volver. Démosle, entonces, una oportunidad a los señores gerentes.
En fin, como nos espían hasta en el baño, déjenme intentar una reflexión al respecto. El exagente de la CIA, Edward Snowden, hizo visible una verdad casi tan antigua como el imperio norteamericano. Sus expatrones lo acusan de espionaje. Ellos, que han hecho del sabotaje, la prepotencia y la soberbia su modus operandi consuetudinario. Y hasta construyeron una industria cultural alrededor de la figura del héroe solitario que espía al «mal» para preservar los valores y, sobre todo, las propiedades de los afortunados habitantes del mundo occidental y cristiano. O «accidental y cretino», como lo definió, altri tempi, el exobispo Vicente Zaspe. Eso es lo que intentan callar cuando dicen.
Hay que recordarlo siempre. Cuando dicen, callan más de lo que dicen y en lo que callan, más que en lo que dicen, están el huevo y la serpiente.