Para quienes hemos ayudado a forjar el nuevo Humanismo Universalista, el sistema se nos presenta como un gran páramo de alienación colectiva. No se trata de una visión antojadiza sobre el medio, sino de una mirada que ha requerido de su propio proceso para comprenderse a sí misma antes de llegar a tal conclusión.

En efecto, el sistema no solo trata de cuestiones institucionales, económicas y sociales, sino de la “forma mental” que lo sostiene. De otro modo, no se explica mantener, por ejemplo, estructuras económicas brutalmente desiguales, sin la aceptación de ellas. Se podrá argumentar que quienes sostienen el poder son los que las generan, pero eso no explica cómo tales individuos acceden al poder.

El ser humano, no es solo el producto de las condiciones que le asfixian, siempre es capaz de modificarlas, aunque tal capacidad puede ser anulada por esas mismas condiciones, y así sucede hasta tanto no cae en cuenta que son sus propias creencias acerca de ellas, las que favorecen esa anulación. Desde aquí, por extensión, se puede afirmar que la verdadera dimensión y profundidad humana, en cuanto valor fundamental, se encuentran adormecida y cubierta por una espesa neblina de creencias y afirmaciones sobre nosotros mismos y el mundo, que no son puestas en discusión, sin advertir que tales concepciones atentan contra el bienestar general y particular.

Es necesario acometer un largo y duro camino para poner entre signos de interrogación tales creencias. Es necesario despertar al viejo Sócrates en su “conócete a ti mismo” pero siendo fieles a su metodología de preguntar. Así, por ejemplo, desde afirmar que Dios existe a preguntarse acerca de su existencia, requiere poner un signo de interrogación al principio y otro al final de tal creencia: ¿Dios existe? Con seguridad algún lector desprevenido y “creyente”, se sentirá sobresaltado por este sencillo ejercicio y tenderá a rechazar estos minúsculos signos (¿?). Inmediatamente supondrá que tal pregunta niega su existencia, olvidando que también podría afirmarla, pero ya desde otra situación, porque en definitiva, estará preguntándose por su propia dimensión religiosa, más allá de la aceptación ciega de tal creencia, la que encontró ya instalada al momento de su nacimiento y sobre la que no tuvo opción de elegir. No parece demás señalar que al efectuarse esta pregunta, podrá profundizar su fe, negarla u optar por otra, lo que no acreditará nada, pero tendrá la posibilidad cierta de saber que ha elegido. Es esta capacidad de elección, en definitiva, lo que interesa, porque en su práctica podremos aclarar realmente en qué condiciones queremos vivir.

Se ha puesto el ejemplo anterior considerando la espectacular fuerza que tiene la imagen de Dios, como estructura de creencia aceptada o negada, sin discusión o fundamento y reforzada por una mitología ampliamente acumulada en torno a ella.

Las creencias tienen la particularidad de orientar al ser humano, definiendo sus conductas, en todos los ámbitos. Por ello vale la pena preguntarnos sobre cuestiones, que afectan nuestra vida personal y social. Así como la creencia ejemplarizada nos pone en situación de captar, al menos someramente, su dictadura sobre nuestro destino, podríamos ir más lejos y preguntarnos acerca del conjunto de creencias que sostenemos y que configuran una estructura totalizadora -una forma mental-, que ordena un sistema que paradojalmente, no favorece en absoluto ni las necesidades, ni el desarrollo de la vida humana como tal.

Así como se ha desafiado al lector a preguntarse acerca de su creencia religiosa, porqué no hacerlo entonces, acerca de su particular visión del mundo o acerca de si mismo. Podríamos continuar de manera sostenida preguntándonos acerca del dinero, de la banca, de la verticalidad y la diferenciación en el trabajo, del desastre ambiental, de la sexualidad, de la discriminación, de la guerra, de los problemas personales y sociales, en definitiva acerca de la violencia en todas sus formas. En todos los casos descubriríamos un arsenal de creencias que constituyen nuestra forma de mirar el mundo… y de constituirlo.

Con seguridad también, al aclarar nuestro sistema de creencias, también descubriríamos algo importante acerca de nuestras necesidades reales, distinguiéndolas de nuestros deseos ficticios. Esta sola diferenciación puede ser un sorprendente mecanismo para hacer retroceder el sufrimiento. Tal vez nos demos cuenta que si hemos “fracasado”, es porque creemos que hemos tomado malas decisiones, sin considerar los factores y el modo en que se enfrentó la situación que generó ese fracaso, con la consecuente caída de una creencia lo que favorece el cambio. A la inversa, si hemos tenido éxito, creemos que lo hemos hecho bien, también sin considerar los factores que influyeron en ello, con el consiguiente refuerzo de la creencia que nos movilizó, la que tenderá a mantenerse, lo que da sustento al conservadurismo.

Lo que nunca nos preguntamos es como llegamos a una u otra situación y qué es lo que realmente buscamos, porque en nuestro viaje por la vida no ha habido brújula alguna, excepto las que nos han instalado en la formación que tuvimos en nuestra primera infancia. Digámoslo aún más claro: el sistema de creencias impide ir al significado de lo que llamamos “realidad”para examinar su origen y sentido, siendo sometidos a tomar decisiones y divagar pobremente, solo en resoluciones no esenciales, superficiales o llenas de prejuicios.

Tal vez la anarquista Emma Goldman sintetizó mejor que nadie lo que significa el dominio de la mente humana por los falseamientos ilusorios. Ella dice: “la religión es el dominio de la mente humana; la propiedad, el dominio de las necesidades humanas; el gobierno, el dominio de la conducta humana…”. Continúa luego: “rompe tus cadenas mentales, porque no va a ser
hasta que tú pienses y juzgues por ti mismo, que saldrás del dominio de la obscuridad que es el mayor obstáculo para todo progreso”.

Si estuviéramos en condiciones de poner claridad sobre todo esto, podríamos dejar la esclavitud que nos propone el sistema desde que nacemos, para ponernos en situación, de darnos la dignidad que merecemos, por el solo hecho de haber nacido humanos. Pero claro, se requiere asumir la libertad de creer o no creer, de vivir o morir, de negar o aceptar, de permanecer o avanzar, de rebelarse o admitir y eso, tal vez, para esta etapa de la conciencia ilusionada, son palabras que requieren ciertas comprobaciones y experiencias bastante difíciles si no se las quiere asumir.

Para los humanistas, tales cuestiones han sido materia de profundos trabajos de reflexión. Es lo que nos ha llevado a la disidencia religiosa, política y económica, muy diferentes a las concepciones predominantes en el mundo actual. En lo religioso admitimos con gusto ese profundo sentimiento y proclamamos la libertad para creer o no creer en Dios. En lo político negamos el poder y si operamos en ese ámbito es para devolverlo a toda la base social, del que ha sido arrebatado, mediante esa formalidad engañosa, definida falsamente como “democracia”, que no consiste en otra cosa, que la mantención del poder en manos de unos pocos, mediante los artilugios del dinero y la manipulación. En lo económico repudiamos tanto al Estado centralista, como a la derecha económica que buscan, sin diferencia, apropiarse de la subjetividad, mediante el control por la educación y los medios de difusión, y de la objetividad, mediante la posesión de los medios de producción, todo ello en nombre de la manoseada palabra “libertad”. Esta es una palabra que merece acentuar sus signos de interrogación, porque es en el nombre de ella que algunos pocos han confinado la libertad de la mayoría.

Los antihumanistas se alteran cuando se habla de despertar, de quitar la ilusoriedad en que vivimos, ¡son anarquistas! reclaman…, ¡quieren destruir la familia! aseveran…, ¡son enemigos del orden legalmente constituido! anuncian… y así con todo lo que signifique instalar una pregunta. Se afirman en “verdades absolutas” y se escudan en una “moral natural” como si esta hubiera existido antes que el ser humano. Disparan desde trincheras eclesiales porque “Dios” está con ellos. Defienden a dientes y uñas la propiedad privada (que siempre es la de ellos). Se definen defensores de la paz, en cuanto nada se mueva, porque les resultaría inconveniente a sus intereses, pero no dudan en aplicar violencia cuando ven en riesgo sus sistemas de ideación, persiguiendo, silenciando y calumniando a quienes desean un mundo mejor. Todo un espectáculo colosal que está bien adobado de “cómo deben ser las cosas” y no del “cómo queremos que sean las cosas” incluyendo a todos en ese querer.

Es por el develamiento de las estructuras de creencias y conveniencias, con los que se alimenta y se mantiene el Sistema, que a los humanistas no nos es posible aceptarlo, porque no deseamos vivir en la mentira. Desde allí que hemos terminado por reducir todos los tratados morales, al principio más elemental de las relaciones justas entre los seres humanos: “tratar a
otros como queremos ser tratados”, entendido esto como precepto forjado en la experiencia, antes que en una moral lejana e incomprensible. Es desde esta regla que debiera forjarse toda relación, toda ley, toda institucionalidad, si es que se las requiriera. “Quererse libre es querer el para sí y para el otro con la misma fuerza solidaria”, decía un viejo maestro hace algunas
décadas.

Los humanistas del mundo tenemos también nuestras creencias, pero como el alquimista antiguo, las hemos bañado en ácido para ver si son del material adecuado, después de la interrogación primera. Así entendemos al ser humano en su circunstancia, pero también como creador de realidades, que es su única herramienta para lanzarlo a un mundo nuevo, posible y existente. Esta lucha es la que nos puede rescatar del olvido en que nos sumergimos al no atender a nuestras más arraigadas creencias actuales, puesto que ellas solo nos ofrecen una oscuridad que no tiene conciencia de sí, es decir de lo que nos ocurre, ni de lo que
verdaderamente queremos, para ser libres, justos e iguales en nuestra diversidad.