Pateando piedritas, mientras llegaba a la radio, imaginé las tribulaciones de ciertos energúmenos al ver la alfombra roja que tapiza Caracas y se expande por el mundo hasta cubrir el patio de tierra de una casita humilde de Nairobi, el balcón indignado de aquel departamento de Barcelona y los estantes multicolores de mi biblioteca.

Mis propias tribulaciones me llevan a la gramática. Siempre me pareció una materia árida, con ripio, que sólo cobra vida cuando los imaginantes la transforman en belleza estética. Pero allí fui. Recordé que los nombres son sustantivos, es decir, palabras que sustentan. Y que, en el afán humano de clasificar todo y ponerlo en cajoncitos para poder encontrarlos y dominarlos, los sustantivos (o los nombres) son comunes o propios. Dos académicos, Alcina y Blecua, dicen que «Los nombres propios son, por sí mismos, nombres sin significado propio, nacidos por la necesidad de particularizar las diferentes versiones de una misma clase, especie o género de la realidad.» Traducido al castellano quiere decir, supongo, que no es lo mismo Ángel que ángel, Alma que alma, Celeste que celeste, Julio que julio (cosa de ser un poco autorreferencial), Rosa que rosa o Salinas que salinas, por dar sólo unos pocos ejemplos.
Toda esta introducción fatigosa y oscilante me la sugirió una entrevista radial a Enrique Thomas, minúsculo diputado nacional de brocha gorda, titular del bloque peornista (neologismo verbitskyano, que también es un neologismo, caramba), para consultarlo por un comunicado suyo recomendando a los venezolanos una transición pacífica(¡sic!) luego de la muerte del Comandante. No voy a detenerme en las minucias de su pequeña mente derechista porque temo que me distraiga del objetivo de este textículo, entre dolorido y militante.
Me pregunté cómo lo recordará la historia, cómo lo nombrará. Y se me dibujó una sonrisa, vaya uno saber por qué.
E inmediatamente pensé en Evita, el Che, Fidel, Cristina, Evo, Rafael, Lula, Dilma, Hugo o Comandante, Pepe, Néstor y, pronto, muy pronto, Nicolás. Así se los conoce y se los nombra a los y las líderes de nuestra América. Nadie, que yo sepa o imagine, nombra al presidente Sebastián o Juan Manuel, por ejemplo. ¿Alguien recordará, por sus nombres, al presidente Fernando, o Arturo, o Eduardo, o Raúl, o Carlos (a éste, más que a ninguno, se le podrá llamar el Turco, más el epíteto que le surja en el momento al ciudadano en cuestión)?. Debe ser por aquello que dice Cristina, que éstos no se parecen a sus pueblos y aquellos sí. Tal vez. O porque, efectivamente, estamos viviendo un cambio de época, según la feliz conclusión de Rafael.
La cuestión es que estos pueblos del sur del sur han hecho propios los nombres propios de sus dirigentes, los han comunizado (si se me permite el término subversivo). En síntesis, nombres propios devenidos en comunes, poniendo patas arriba la mesa prolijita de la gramática de la vida. Enhorabuena.