En la Franja de Gaza, el área de mayor densidad de población del planeta, un millón y medio de personas están constantemente sujetas a eventuales y frecuentes castigos violentos y arbitrarios cuyo propósito no es más que humillar y degradar a la población palestina y por último asegurarse tanto de aniquilar las esperanzas de un futuro digno como de anular el vasto apoyo internacional para lograr un acuerdo diplomático que sancione el derecho a dichas esperanzas. El artículo es de Noam Chomsky, publicado por Carta Maior.

Una noche en la cárcel es suficiente para conocer el sabor de lo que estar bajo el control absoluto de una fuerza externa. No hace falta pasar más de un día en Gaza para comenzar a percibir cómo es tratar de sobrevivir en la mayor prisión que se ha abierto en el mundo. En la Franja de Gaza, la superficie de mayor densidad de población del planeta, un millón y medio de personas están constantemente sujetas a eventuales y frecuentes castigos violentos y arbitrarios cuyo propósito no es más que humillar y degradar a la población palestina, y por último, asegurarse tanto de aniquilar las esperanzas de un futuro de dignidad como de anular el abrumador apoyo internacional para lograr un acuerdo diplomático que sancione esos derechos.

El empeño de los líderes políticos israelíes queda expresamente ilustrado en los últimos días, cuando advirtieron que “podían enloquecer” si la ONU reconocía los derechos de los palestinos, aunque fuera en forma limitada. Esta postura no es nueva. La amenaza de “enloquecer” (‘nishtagea’) tiene sus raíces profundas en los gobiernos laboristas de los años cincuenta y se remonta al “complejo de Sansón”: “si nos contradicen, derribaremos las paredes del templo a nuestro alrededor”. En esa época, la amenaza era inútil; hoy ya no lo es. La humillación deliberada tampoco es una novedad, a pesar de adquirir constantemente nuevas formas.

 

Hace treinta años, los líderes políticos, entre ellos algunos de los más notorios “halcones” (sionistas más conservadores), le presentaron al primer ministro Menajen Begin un relato detallado de cómo los colonos cometían actos terroristas regularmente contra los palestinos, de la forma más vil y con total impunidad. La prominente analista Yoram Peri observó con repugnancia que la tarea del ejército no era la de defender al Estado, sino de “acabar con los derechos de las personas inocentes solamente porque son araboushim (una ofensa racial) que viven en la tierra que Dios nos prometió”.

 

El pueblo de Gaza ha sido seleccionado para padecer castigos particularmente crueles. Es casi milagroso que puedan resistir una existencia de tales características. Hace 30 años, un abogado, Raja Shehadeh describió en su elocuente libro de memorias, La Tercera Vía, la difícil tarea de intentar proteger los derechos fundamentales en un sistema legal hecho para el fracaso. Además describe su experiencia personal como un samidin que ve cómo su casa se transforma en una prisión, ocupada militarmente, y no puede hacer otra cosa que soportarlos.

La situación empeoró mucho desde aquél relato de Shehadeh. Los Acuerdos de Oslo, celebrados con mucha pompa en 1993, determinaron que Gaza y Cisjordania fueran una sola entidad territorial. Los EE. UU. e Israel impusieron su estrategia de dividir para reinar, ya en aquella época, a fin de impedir un acuerdo diplomático y castigar a los araboushim en ambos territorios.

Los castigos a los residentes de Gaza se volvieron incluso más severos en enero de 2006, cuando estos cometieron un crimen de proporciones: votaron lo que no debían en la primera elección libre del mundo árabe, cuando eligieron a Hamas. Estado Unidos e Israel, demostrando su amor por la democracia, y apoyados tímidamente por la Unión Europea, impusieron un sitio brutal junto con inminentes ataques militares. Los estadounidenses no se hicieron esperar para recurrir al procedimiento operativo patrón para los momentos en que las poblaciones desobedientes eligen un gobierno errado: prepararon un golpe militar para restablecer el orden.

Un año después, el pueblo de Gaza cometió un crimen aún peor. Impidieron la tentativa de golpe, lo que condujo a una fuerte escalada de ofensivas militares y profundizar el estado de sitio. Esto culminó, en el invierno de 2008-9, en la Operación Plomo Fundido, uno de los ejercicios del poder militar más cobardes y perversos en la historia reciente, en el que una población civil indefensa y cercada estuvo sometida a una implacable ofensiva de uno de los sistemas militares más avanzados del mundo, que cuenta con el apoyo de las armas estadounidense y de la diplomacia en Washington. Testimonio inolvidable de la matanza –infanticidio- según las palabras expresadas por dos médicos valientes,  Mads Gilbert y Erik Fosse, que en la época trabajaban en el principal hospital de Gaza y que escribieron el libro Eyes in Gaza.

El presidente Obama no fue capaz de decir una palabra más allá de reiterar su sincera simpatía por los niños sometidos a los ataques en la ciudad israelita de Sderot. La investida, minuciosamente planeada, fue conducida justamente antes de la asunción al poder de Barak, así se podía decir que ya era hora de vislumbrar el futuro y no avocarse al pasado.

Obviamente, había pretextos, siempre los hay. Como de costumbre, se presenta como necesaria la “seguridad”: en este caso, cohetes de fabricación casera de Gaza. Como siempre, también, el pretexto carecía de verosimilitud. En 2008, se estableció una tregua entre Israel y Hamas. El gobierno israelí reconoció formalmente que Hamas había cumplido la tregua. Ninguna bomba de Hamas fue disparada antes de que Israel rompiera la tregua, encubierta por las elecciones presidenciales estadounidenses del 4 de noviembre de 2008, invadiendo a Gaza por motivos ridículos y matando a media docena de miembros de Hamas. Las más altas autoridades de inteligencia aconsejaron al gobierno de Israel de que retomara la tregua para suavizar el bloqueo criminal y acabar con las ofensivas militares. Pero el gobierno de Ehud Olmert, que goza de una reputación de sionista moderado (“paloma”), prefirió rechazar esas opciones y dado su enorme triunfo recurrir a la violencia lanzando la Operación Plomo Fundido.

El modelo de bombardeo de la Operación Plomo Fundido fue cuidadosamente analizado por el defensor de los derechos humanos Raji Sourani, originario de Gaza. Destaca que el bombardeo se concentró en el norte y apuntó a civiles indefensos de las áreas de mayor densidad demográfica sin ninguna excusa desde el punto de vista militar. El objetivo, sugiere Sourani, podría haber sido mover a la población intimidada hacia el sur, cerca de la frontera con Egipto. No obstante, a pesar de la avalancha terrorista, los samidin no se movieron.

Otro objetivo probablemente era el de obligarlos a moverse más allá de la frontera. Desde el inicio de la colonización sionista se decía que los árabes no tenían motivos para estar en Palestina. Podían seguir siendo felices en otro lugar y tendrían que “transferirse” de buena manera, como decían los moderados. Este motivo, que claramente no es una preocupación menor del gobierno egipcio, tal vez sea la razón principal para que Egipto no abra su frontera ya sea para el paso de civiles, o el abastecimiento que el país necesita con desesperación.

Sourani y otras fuentes dignas de reconocimiento perciben que la disciplina de los samidin oculta un barril de pólvora que puede explotar inesperadamente, como sucedió en la primera Intifada en Gaza en 1989, después de años de represión inadvertida y sin interés para nadie.

Por nombrar uno de los tantos casos, poco antes de la eclosión de la Intifada, una niña palestina, Intissar al-Atar, fue asesinada en el patio de la escuela por un habitante de un asentamiento judío cercano. El hombre formaba parte de los millares de colonos israelíes traídos a Gaza, violando las leyes internacionales, bajo la protección de la enorme presencia de un ejército que asumió el control de las tierras y de la poca agua de la Franja. El asesino de la estudiante, Shimon Yifrah, fue arrestado y rápidamente liberado cuando un tribunal determinó que “el delito no fue suficientemente grave” como para justificar la detención. El juez comentó que Yifrah solamente pretendía asustar a la niña al disparar su arma en la dirección del patio de la escuela, pero en ningún caso matarla, por ende, “no se trata de un criminal que deba ser castigado con un encarcelamiento”. Yifrah recibió una pena en suspenso de 7 meses, lo que condujo a los demás colonos presentes en la sala del tribunal a celebrar cantando y bailando. Y para variar, reinó el silencio. Después de todo, esa es la rutina.

Apenas Yifrah fue liberado, la prensa israelí informó que una patrulla armada disparó en un patio de una escuela para niños de 6 a 12 años en un campo de refugiados de Cisjordania e hirió a cinco. El ataque solo pretendía “asustarlos”. No hubo castigos y el acontecimiento, para variar, pasó inadvertido. Fue simplemente un episodio más del programa “analfabetismo como castigo”, dijo la prensa israelí, programa que incluía el cierre de escuelas, el uso de bombas de gas, las palizas a estudiantes a punta de armas, el bloqueo del auxilio médico para las víctimas; y además de las escuelas, predominó la misma brutalidad que se había producido durante la Intifada bajo las órdenes del ministro de defensa Yitzhak Rabin, otro moderado bien ponderado.

Mi impresión inicial, tras una visita de algunos días, fue de asombro. No solo por la habilidad de seguir con sus vidas sino también por la emoción y la vitalidad de la gente joven, en particular de la universidad donde pasé la mayor parte del tiempo en una conferencia internacional. Sin embargo, también fui capaz de percibir que la presión puede tornarse demasiado insostenible. Los relatos denotan que entre la población masculina joven existe una frustración creciente al mismo tiempo que el reconocimiento de que bajo la ocupación de los Estados Unidos y de Israel, el futuro no les depara nada.

La Franja de Gaza parece una típica sociedad del Tercer Mundo, con reductos de riqueza rodeados de una pobreza horrible. Sin embargo, no es una sociedad “subdesarrollada” sino “des-desarrollada”, y de manera muy sistemática, para emplear un término de Sara Ray, la mayor especialista en Gaza. Gaza podría haberse transformado en una región mediterránea próspera, con una agricultura rica, una industria pesquera floreciente, playas maravillosas y, como se descubriera hace diez años, la perspectiva de una extensa reserva de gas natural dentro de sus aguas territoriales.

Coincidencia o no, hace una década que Israel intensificó el bloqueo naval. Las perspectivas favorables se vieron frustradas en 1948, cuando la Franja tuvo que absorber una inundación de refugiados palestinos que fueron expulsados del territorio que hoy es Israel.

En realidad, se los continuó expulsando cuatro años después, como se informó en el periódico Ha’aretz (25-12-2008) en un extenso estudio de Beni Tziper. Allí se afirma que ya en 1953, “se evaluaba como necesario barrer a los árabes de la región”.

Eso fue en 1953, cuando la necesidad de militarización todavía no se insinuaba. Las conquistas israelíes de 1967 ayudaron a administrar los golpes posteriores. Después vinieron los terribles crímenes ya mencionados que continúan hasta el día de hoy.

Es fácil detectar las señales de esos crímenes, hasta en una breve visita. Sentado en el hotel de la costa se pueden oír las ametralladoras de los israelíes empujando a los barcos de los pescadores hacia afuera de las aguas de Gaza, en dirección a la propia costa. De esta manera, se los lleva a pescar en aguas contaminadas debido a la negativa de los estadounidenses y los israelíes a reconstruir los sistemas de drenaje y electricidad que ellos mismos destruyeron.

En los Acuerdos de Oslo se contemplaban dos usinas de desalinización, imprescindibles en función de la aridez de la región. Una, con instalaciones de punta, se construyó en Israel. La segunda está en Khan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza. El ingeniero encargado de tratar de obtener agua potable para la población explicó que la planta se proyectó de tal manera que no funciona con el agua de mar, depende de aguas subterráneas, un sistema más barato que a la larga degrada el acuífero, ya deficiente por sí mismo. Incluso así, el agua es extremadamente limitada. El Organismo de Socorro y Obras Públicas de las Naciones Unidas (OOPS), que protege a los refugiados (pero no a los otros habitantes de Gaza), publicó recientemente un informe en el que advierte que los daños al acuífero pronto serán “irreversibles” y que, de no mediar acciones reparadoras, en 2020 Gaza podría dejar de ser un “lugar habitable”.

Israel permite el ingreso de concreto para los proyectos del OOPS, pero no para los palestinos comprometidos en los enormes esfuerzos de reconstrucción. El equipamiento pesado permanece ocioso la mayor parte del tiempo, porque Israel no permite el ingreso de materiales de reparación. Todo esto forma parte de un programa descrito por Dov Weisglass, consejero del primer ministro Ehud Olmert, después de que los palestinos no siguieron las órdenes en las elecciones de 2006. “La idea”, dice él, “es aplicarles una dieta a los palestinos pero no dejarlos morir de hambre”. No sería de buen tono.

El plan se está siguiendo concienzudamente. Sara Roy nos da amplias evidencias de ello en sus estudios. Recientemente, tras años de esfuerzos, en Gisha, la organización israelí para los derechos humanos, consiguió obtener una orden judicial que exige que el gobierno divulgue los planes de la “dieta”. Jonathan Cook, un periodista asentado en Israel los resume de esta manera: “funcionarios de salud entregaron cálculos de la cantidad mínima de calorías que precisa Gaza para que los 1,5 millones de habitantes eviten la desnutrición. Esta cantidad se traduce en la cantidad de camiones de comida que Israel supuestamente permite que ingrese cada día, un promedio de solo 67 camiones -bastante menos de la mitad de lo que se necesita, comparados con los 400 camiones diarios de antes del bloqueo”. Según los informes de la ONU, estas estimaciones son incluso bastante generosas.

El resultado de la imposición de la dieta, observa el especialista en Medio Oriente, Juan Cole, es que “casi el 10 % de los niños palestinos menores de cinco años mostraron un crecimiento atrofiado debido a la desnutrición. Además, la anemia hoy afecta a los dos tercios de los niños más pequeños, 58,6 % de los niños en edad escolar y más de un tercio de las mujeres embarazadas”. Los Estados Unidos e Israel quieren tener la certeza de contar solo con una mínima supervivencia.

“Lo que debemos tener en mente”, observa Raji Sourani, “es que la ocupación y el cierre absoluto son un ataque continuo contra la dignidad humana del pueblo de Gaza, en particular, y contra los palestinos en general. Muchas otras fuentes confirman esta conclusión. En una de las dos revistas de medicina más importantes del mundo, The Lancet, un médico de Stanford, horrorizado por lo que vio, describió a la Franja de Gaza como un tipo de “laboratorio de observación de la completa ausencia de dignidad”, condición que tiene efectos “devastadores” en el bienestar físico, mental y social de la población. “La constante vigilancia desde el aire, los castigos colectivos mediante bloqueos y aislamiento, la invasión de los hogares y de los sistemas de comunicación, además de las restricciones a los que intentan viajar o casarse o trabajar, hacen difícil vivir de manera digna en Gaza.”.

Había esperanzas de que el nuevo gobierno en Egipto de Mohammed Morsi, menos servil a Israel que la dictadura de Mubarak, pudiese abrir el paso de Rafah, única salida de Gaza que no está sujeta al control israelí directo. Se ha dado una pequeña apertura, pero no excesiva. La periodista Leila el-Haddad escribe que la reapertura bajo el régimen de Morsi “es simplemente un regreso al estado que había en años anteriores: solamente los palestinos de Gaza portadores de identificaciones aprobadas por Israel podían usar el paso”, que incluso excluía a la familia de la periodista.

Además, agrega Leila, “Rafah no conduce a Cisjordania y no permite el trasporte de bienes, que están limitados a los cruces controlados por Israel y sujetos a las prohibiciones para los materiales de construcción y a la exportación”. La restricción del paso de Rafah no cambia el hecho de que “Gaza permanece bajo un hermético sitio marítimo y aéreo y sigue estando cerrada a cualquier capital cultural, económico o académico que provenga del resto de los territorios palestinos, o que viole las obligaciones de los EE.UU y de Israel según los Acuerdos de Oslo.

Los efectos de todo esto son dolorosamente evidentes. En el hospital de Khan Yunis, el director, que también es el cirujano jefe, describe furioso la falta de remedios para aliviar el sufrimiento de los pacientes y la falta de equipos quirúrgicos, hasta de los más simples.

Los relatos personales de las vivencias acrecientan el disgusto general que uno siente ante las obscenidades de la ocupación. Un ejemplo es el testimonio de una joven que se desesperó cuando su padre, que hubiera estado orgulloso de saber que su hija era la primera mujer del campo de refugiados en recibir un diploma avanzado, “falleció después de seis meses de lucha contra el cáncer, a los 60 años. La ocupación israelí le negó la posibilidad de tratarse en un hospital de Israel. Tuve que suspender mis estudios, mi trabajo y mi vida para quedarme junto a su cama. Todos nosotros, incluidos mi hermano y mi hermana, nos sentamos al lado de mi padre, asistiendo a su padecimiento, impotentes y sin esperanza. Murió durante el inhumano bloqueo a Gaza en el verano de 2006, con escasos acceso a servicios de salud. Sentirse impotente y sin esperanza es el sentimiento más terrible que alguien pueda tener. Es un sentimiento que mata el espíritu y rompe el corazón. Podemos luchar contra la desocupación, pero no podemos luchar contra la propia sensación de impotencia. Ese sentimiento ni siquiera puede disolverse”.

Aversión a las obscenidades con una mezcla de culpa, porque nosotros podemos acabar con ese sufrimiento y permitir que los samidin disfruten de una vida de paz y tengan la dignidad que merecen.

(*) Noam Chomsky visitó la Franja de Gaza del 25 a 30 de octubre.

Traducción de Cecilia Benítez