Porque las sociedades naturales tales como las hormigas, las abejas o aún otras más cercanas a nosotros como las agrupaciones de mamíferos funcionan en base a códigos instintivos rígidos e inviolables, que tienen una sola lectura posible para sus integrantes. En una manada de lobos, el macho alfa jamás atacaría a un macho subordinado cuando éste se arroja de espaldas y expone sus partes más vulnerables; por el contrario, dicha conducta está codificada justamente para anular la agresividad del miembro dominante. En cambio, en las organizaciones humanas solo vemos máscaras y aún máscaras de máscaras, como advertía Nietzsche, porque no nos relacionamos en base a señales unívocas sino que a partir de intenciones, las cuales se caracterizan por admitir múltiples interpretaciones: son eminentemente equívocas.

Así, este tipo de vínculos ha sido un terreno fértil para el engaño, la manipulación y el doble discurso, recursos largamente utilizados -y muy especialmente- por aquellos que alcanzan alguna cuota de poder, lo que nos plantea un grave problema a la hora de decidir en qué creer y a quiénes creerle. Hoy en día esa crisis de credibilidad se ha tornado aguda en casi todas partes, fenómeno que está a la base del rechazo airado de los pueblos a sus líderes. Esto habla a las claras de la necesidad urgente de un cambio profundo en nuestro sistema de relaciones sociales, evento que nunca podría producirse en una organización animal, la que tiende a perpetuarse prácticamente idéntica a sí misma.

Fue Maquiavelo, allá en pleno Renacimiento, el primero que describió sistemáticamente las lógicas del poder establecido en su relación con la comunidad. En rigor, casi nada de lo que el florentino expuso ha cambiado demasiado, salvo quizás en el hecho de que el aparato de manipulación propagandística es ahora muchísimo más sofisticado y eficiente, gracias al enorme impacto de los medios de comunicación masiva. La suplantación de la soberanía popular por parte de una casta gobernante que administra el poder a través del Estado es una figura político-social muy similar a la que describió Maquiavelo y, como sabemos, aún permanece vigente. Sin duda que dicha fórmula pudo ser, en su momento, un avance pues respondía a la necesidad de reemplazar el arcaico atavismo genético en el que se fundaban las monarquías, pero casi exactamente 500 años después constituye una respuesta del todo insuficiente para los actuales requerimientos. Es evidente que ya ha transcurrido un período de tiempo sobradamente largo como para estar en situación de abordar ese cambio.

Sin embargo, hay cosas que sí han cambiado… aunque para peor. La primera de ellas es que aquella casta dirigente tradicional se ha sometido casi por completo –ya sea por simple cobardía o derechamente por astuta conveniencia, una y otra igualmente depreciables- a las exigencias del capital financiero internacional. A decir verdad, en una época globalizada como la actual es ese poder el que dicta las reglas, pasando por encima de la soberanía de las naciones y con la complicidad de gobernantes que no han vacilado en traicionar a sus pueblos. Si bien dicha traición les está costando el repudio de quienes los pusieron ahí, todavía no se encuentran los caminos alternativos para proceder de una forma distinta.

El segundo cambio depende directamente del primero y es catastrófico, al extremo de hacer flaquear nuestra íntima esperanza en la posibilidad de un futuro mejor: se trata de la más extrema pulverización del tejido social que jamás se haya visto, a tal punto que los conjuntos humanos parecen haber olvidado la razón primordial por la cual decidieron alguna vez asociarse. Las lógicas del mercado han convertido a las sociedades en verdaderos campos de batalla, donde millones de individuos luchan entre sí por acceder a un determinado status, comportamiento social al que se ha dado el darwiniano apelativo de “competencia”. Todos los valores genuinamente humanos, tales como la comunicación, el afecto y la ayuda mutua que sostienen el entramado colectivo, han sido desplazados por la codicia y el afán de poseer.

Mirado desde una cierta distancia, esta “animalización” de la convivencia humana es un espectáculo entre patético y desolador. Es patético porque el solo hecho de haberlo permitido da cuenta del nivel de estupidez al que somos capaces de llegar; y es desolador porque, por más que buscamos, no logramos encontrar al ser humano detrás de esa maraña de supuestos automatismos que nos gobiernan. Dónde están el Arte, la Ciencia, el Pensamiento, la pasión de los proyectos colectivos. Dónde quedó aquella dignidad humana a la que cantó el gran humanista del Renacimiento (contemporáneo de Maquiavelo) Giovanni Pico de la Mirandolla. Si lo que pretendíamos era ampararnos en una cierta fijeza otorgada por este “orden natural”, como cediendo a una especie de fatigada nostalgia por regresar a la calidez uterina de la Madre Tierra, podemos entenderlo pero debemos decir que para el ser humano esa es una aspiración imposible. Forzar las cosas en tal dirección implica necesariamente un grado de deshumanización importante, hecho que constatamos día tras día. No hay caso: si queremos “arrancar”, solo podemos hacerlo… hacia adelante.

Ahora que los vínculos entre el poder y la ciudadanía se han desdibujado, a causa de la profunda crisis de confianza ya comentada, solo hay un camino y una tarea posibles: la reconstitución del tejido social, restituyendo por esta vía esa organicidad movilizada de la base social que nunca debió haber perdido. Si hoy el paraestado financiero es capaz de imponer su programa a los países a través de testaferros políticos en cada lugar, ello se ha debido principalmente a la pasividad de los pueblos, de manera que se trata de un proyecto que responde a una necesidad histórica insoslayable. La soberanía es patrimonio de esos pueblos y ellos deben saber ejercerla “ciudadanizando” (tuvimos que inventar el antónimo de “fiscalizar”… porque no existe) al poder establecido en forma constante; y si las trampas de la democracia formal han limitado al mínimo ese ejercicio soberano, entonces debemos movilizarnos para profundizar la democracia hasta que sea capaz de recoger en plenitud la voluntad popular.

Estos son los desafíos que nos propone el momento histórico, pero una cosa es mencionarlos y otra muy distinta es responder a ellos en los hechos y, desde ya, nos enfrentamos al menos a tres cuestiones importantes. La primera de ellas se refiere a la necesidad de recomponer las confianzas interpersonales rotas por décadas de competencia, condición fundamental para poder articular una red de subjetividades. La segunda cuestión es que este proceso debemos llevarlo adelante sin liderazgos, en los cuales ya nadie cree, pero al menos ese ejercicio de auto-organización ya está siendo intentado por los movimientos sociales emergentes. Y el tercer elemento a considerar tiene relación con el hecho de que en una sociedad mundializada como la actual, el proceso debería tender a darse simultáneamente en todos los puntos: tal vez haya llegado el momento de la nación humana.