Pero sin duda que uno de sus desafíos más duros ha sido el de llegar a reconocer y afirmar su
propia humanidad, teniendo en cuenta que le ha tomado casi la totalidad de los tres millones
de años desde que comenzara a emerger de la animalidad profunda. En estricto rigor, el
desvelamiento de los valores propiamente humanos es fruto de investigaciones muy recientes,
que han venido a contradecir concepciones que entendían al ser humano como encadenado
irremediablemente a una supuesta “naturaleza”, profundamente arraigadas en nuestra cultura
desde que Aristóteles lo definiera como “animal racional”. O aún antes, cuando el presocrático
Parménides de Elea (en contraposición a su contemporáneo Heráclito) identificó el ser como algo
fijo e inmutable, influyendo sobre gran parte de la filosofía occidental posterior.

Esta inercia histórica comenzó a romperse recién durante el siglo XIX, con la aparición del vitalismo
y el historicismo, corrientes de pensamiento que resucitaron a Heráclito y revalorizaron la idea
de proceso. Ortega y Gasset, quien se definía a sí mismo como racio-vitalista para diferenciarse
de otros pensadores de la mencionada tendencia que afirmaban lo instintivo por encima de
la razón (como Nietzsche), llegó a postular que la vida humana, a diferencia de los objetos, no
tenía una naturaleza fija sino que era, en esencia, historia y devenir; es decir, drama: “La vida es
constitutivamente un drama porque es la lucha frenética con las cosas y aun con nuestro carácter
por conseguir ser de hecho, lo que somos en proyecto”.

Paralelamente, los estudios de la Fenomenología dieron cuenta de una actividad propia de la
conciencia, ya no como simple reflejo o réplica mecánica del mundo externo y rescataron de Franz
Brentano la noción de intencionalidad, entendida como aquella aptitud de la conciencia para
estar siempre abierta al futuro y articular un proyecto a plasmar en el mundo. Mientras tanto,
el Existencialismo afirmaba que en el ser humano la existencia siempre precede a la esencia, es
decir, que no puede haber ninguna definición previa al hecho de vivir que lo aprisione. Citemos
entonces a Sartre: “¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el
hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre,
tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo
será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay
Dios para concebirla”.

A la base de estas precisiones encontramos siempre una afirmación ferviente de la libertad,
puesto que si el ser humano estuviese realmente determinado por su naturaleza, la libertad no
sería más que una bella quimera. O una cosa o la otra: si tiene naturaleza, ya no es libre y si es
libre, no puede tener naturaleza. Es así que aquella audaz ruptura con lo natural, gestada en ese
lejano instante del tiempo en el que nuestra especie fue capaz de manipular el fuego y no huir de
él, como el resto de los animales, siempre ha estado nimbada por un halo demoníaco. Ello queda en evidencia en el aterrado repudio de algunos sectores a esta transgresión radical, atrincherados
en la validez absoluta de una moral natural, de un derecho natural e incluso de instituciones
naturales. Se han escrito muchas fábulas que anuncian horribles catástrofes para la humanidad
cuando se traspasa el límite, constatándose allí la tenaz subsistencia de ese terror ancestral. ¿O no
es, acaso, un castigo de los dioses el tan anunciado cataclismo para el año en curso?

El Nuevo Humanismo recoge aquellas concepciones libertarias y las sintetiza afirmando: “el
hombre es aquel ser histórico, cuyo modo de acción social transforma a su propia naturaleza”.
Esto significa que hasta lo más natural del ser humano que es su cuerpo está sujeto a cambios
intencionales, tal como lo muestra su propia historia; y ese proceso incesante alcanza hoy
profundidades insospechadas, como son la intervención intencional del código genético y la
creación de vida en el laboratorio. Por cierto, de inmediato se elevan las voces acusadoras que
vociferan apelando a un mandato teológico, el que bien puede resumirse en aquella advertencia
repetida a diario respecto de que “no podemos ni debemos jugar a ser Dios”. La cuestión es que
sí podemos; ahora, si es que debemos o no, tal cosa dependerá del grado de libertad que las
distintas concepciones le asignen al ser humano.

Pero el problema de fondo se suscita cuando surgen minorías iluminadas que, amparadas en
la idea de un orden divino o natural (es casi lo mismo), se aprovechan de la ingenuidad de los
pueblos para conferirse el derecho de establecer límites rígidos a la acción humana, como ha
sucedido tantas veces en la historia. Ocurrió en el Medioevo, cuando el poder y la estructura
social tenían un supuesto origen divino y por ende eran inmutables; subsiste aún hoy día, a través
de la visión zoológica del capitalismo y en el desquiciado (des)orden impuesto al mundo por la
dictadura del dinero, que no buscan más que el grotesco retorno al escenario natural de la lucha
por la supervivencia. Podemos concluir entonces que la noción de naturaleza humana siempre
ha sido utilizada para sumergir al ser humano real y concreto, reduciéndole a la calidad de objeto
gobernado por oscuras fuerzas superiores a su propia intención. Esto es lo que en el humanismo
entendemos por deshumanización. Nada más y nada menos.

En sentido contrario, humanizar es reivindicar el papel incansablemente transformador de una
conciencia siempre activa y no pasiva, el carácter histórico y no natural de la vida humana así
como de cada una de aquellas instituciones y normas que la sostienen y el imperio de la libertad
por encima de cualquier determinación. Dado que ningún aspecto de este debate le puede
convenir al poder establecido que busca perpetuarse, seguramente hará lo que esté a su alcance
para impedir una inminente toma de conciencia de los pueblos, empeñándose en oscurecer por
todos los medios esa necesaria lucidez colectiva. Así pues, la lucha está planteada y la liberación
humana dependerá, en definitiva, de la posibilidad de un cambio interno de perspectiva, el cual
se hará efectivo (o no) a través de la modificación del sustrato de creencias, en la dirección que
estamos comentando.

Es aquí donde el Nuevo Humanismo ha hecho su principal aporte, al desentrañar el profundo
misterio de cómo es que esa conciencia intencional puede operar sobre el cuerpo y a través de él
transformar al mundo. También ha contribuido a ampliar las explicaciones sobre la constitución
histórico-social de la vida humana, apoyándose en la tesis generacional propuesta por Ortega, pero incorporando un aspecto fundamental referido a la cualidad temporal de la conciencia. En
virtud de ello, enfatiza en la necesidad vital de poner en marcha un proyecto de transformación
social y personal que abra el futuro, en un momento histórico en el que los sucesivos fracasos
anteriores habían sumergido a las poblaciones del planeta en el inmovilismo. De modo que las
distintas expresiones en el mundo de ese proyecto múltiple configuran la propuesta completa de
lo que hoy se conoce como Humanismo Universalista.

Por estos días, comienza a discutirse en Chile “la idea de legislar” sobre el aborto terapéutico.
Como se sabe, este es uno de los cinco países del mundo que aún no acepta dicha práctica bajo
ninguna de sus formas. Por primera vez, desde que la dictadura militar derogó una ley que sí la
permitía (¡y que regía desde 1930!), se han escuchado argumentos de un lado y de otro, incluida
una carta abierta del mismísimo Presidente de la República. Quienes están a favor de modificar la
ley fundamentan su posición, la mayoría de las veces, en el reconocimiento de los derechos que
tiene la mujer para decidir sobre su propio cuerpo. Sin embargo, todavía no se ha producido una
discusión de fondo respecto del momento en el surge la vida propiamente humana y esa omisión
oscurece el debate.

Si se aceptara, tal como lo sustenta la Iglesia Católica (férrea defensora del orden natural), que
la vida humana ya está presente en el momento de la fecundación, el aborto sería un asesinato,
posición que sostienen la mayoría de los legisladores de centro-derecha, muy cercanos (por no
decir funcionales) a dicha corriente religiosa. En cambio, quienes apoyan la opción favorable a
permitir el aborto terapéutico no han sabido desarrollar una argumentación sólida que discuta
este punto crucial. Porque si se concluyera que el ser humano se constituye en cuanto tal cuando
se abre al mundo, puesto que ese es el momento preciso en el que empiezan a manifestarse
aquellos atributos que lo definen, entonces abortar o no es una decisión que le compete
exclusivamente a la mujer. Al tratarse solo de vida biológica, dicho acto no configura ningún delito
que requiera ser penalizado.

Como hemos podido observar en este caso local, aunque especialmente sensible para una
sociedad tan conservadora y provinciana (considerando que en una buena parte de las naciones
del planeta este asunto ya está zanjado hace largo tiempo), todas las definiciones que implican
un impacto social importante arrancan desde la concepción de ser humano y de vida humana
que se sostengan. Sin duda que también en cada lugar se podrán identificar nuevas situaciones y
casos (la familia, la ley, la propiedad, la moral, etc.) que permitan ampliar la comprensión de este
conflicto fundamental, porque es posible que haya llegado el momento de abordar abiertamente
estos aspectos capitales, en el largo y complejo proceso que ha de conducirnos hacia una sociedad
plenamente humana.