Pero si nuestros líderes continúan
creyendo estúpidamente que el *“desorden”* generalizado puede ordenarse con un poco más de
represión, como lo indican sus declaraciones, entonces quiere decir que estamos en las peores
manos. O tal vez, no son las peores todavía…pero vamos hacia allá.

De acuerdo a lo que ya hemos explicado muchas veces, la crisis actual no solo se remite
a demandas sectoriales mejor o peor atendidas por el poder establecido, aún cuando tales
reivindicaciones puedan ser, en su mayoría, totalmente legítimas. El tema de fondo es el modelo
de sistema cerrado que se ha montado en el planeta. El Segundo Principio de la Termodinámica
enuncia que un sistema cualquiera tiene esta característica cuando no es capaz de efectuar
intercambios de energía con otro distinto. En esa situación, la degradación energética es un proceso
inevitable (e irreversible) hasta llegar a lo que se conoce como *“muerte térmica”*, momento en el
que ningún fenómeno puede ya manifestarse en su interior. En términos de uso común, se dice que
aumenta la entropía, entendida como desorden, cuya cota máxima se alcanza cuando desaparecen
las diferencias de potencial y el sistema se vuelve completamente homogéneo.

En principio, se sabe que no hay nada que pueda escapar a esta radical determinación, ni siquiera
la vida humana; y menos aún el proceso social, con el agravante de que burdos reduccionismos
ideológicos han terminado por asimilarlo íntegramente a una pura mecánica. Esta deshumanización
se puede verificar, entre otros aspectos, por la monstruosa concentración del poder y el dinero en
el mundo, hasta el punto de constituirse en un auténtico paraestado (estado paralelo) que toma
todas las decisiones. Sin embargo, esta tiranía universal tiene sus días contados ya que -como era
previsible- ha entrado en una fase terminal de parálisis típica de estos macropoderes, desgaste
que se comienza a advertir en las alteraciones colectivas simultáneas –económicas, políticas,
sociales- que vivimos por estos días. Hasta aquí no hay nada demasiado nuevo puesto que se trata
de hechos que ya hemos observado en la caída de civilizaciones anteriores. Sin embargo, hoy se
agrega un componente gravísimo que no había estado presente en esas situaciones pasadas: la
globalización hizo de éste un sistema único. ¿De dónde saldrán entonces las variantes que nos
permitirán superar el colapso?

La única opción real es abrir el sistema, volviéndolo capaz de acoger la diversidad de las
necesidades y aspiraciones humanas. Si el poder global insiste en mantener cerradas las puertas
a la irrupción de una multiplicidad colmada de aquellas variantes necesarias para darle continuidad
al proceso humano, no es posible esperar otra cosa que el derrumbe definitivo. Porque impulsar
dicha apertura implicaría una inmediata y automática desconcentración, pero ese es un costo que
los poderosos parecieran no estar dispuestos a asumir. En la selva asiática, los monos son cazados haciendo un agujero en un árbol y poniendo allí un puñado de arroz. El mono introduce la mano
abierta para tomar el alimento pero luego no puede sacarla empuñada. Quiere huir pero no es capaz
de soltar el arroz y ahí se queda atrapado hasta que los cazadores regresan y lo matan. Pues bien,
el macropoder mundial está en la misma situación: o suelta o revienta, arrastrando a todo el sistema
en su ciega porfía. ¿Serán capaces esas minorías privilegiadas de avanzar desde su condición de
primates a la de seres humanos plenos, empujados por las circunstancias? La verdad es que no lo
sabemos.

En Chile, algunos líderes, asustados por la intensidad de las manifestaciones populares
y por su propia impotencia para conducir esos procesos espontáneos, han comenzado a aceptar
(aunque a regañadientes) la necesidad de reformar la Constitución para hacer posible una mayor
participación de la comunidad en las decisiones políticas. Aunque se han dado cuenta bien a última
hora de que hemos entrado en una situación social peligrosa, es lo máximo que se puede esperar de
su tradicional soberbia. También hay de los otros, los cuales se resisten a cualquier cambio porque
le tienen terror a la libertad y se aferran a su estatus con argumentos ofensivos que develan su
trasfondo autoritario. Los humanistas tenemos fe en el futuro del ser humano, a pesar de todo, y por
ello apostamos a que se terminará imponiendo aquella pequeña dosis de sabiduría necesaria para
evitar el desastre.