Ante este éxito, los que controlan la mano, se ponen nerviosos en sus sillones centenarios, en sus mesas de madera republicana, en sus sellos y lápices poderosos, por lo que los levantan y entintan papeles y ordenan con símbolos tricolores, que hombres anónimos de casco, entrenados para la violencia y el combate, hagan callar las voluntades callejeras, a la verdadera opinión pública que los sostiene.
Materialmente su objetivo es silenciar y para eso tienen armas. Primero, su presencia amenazadora, sus guanacos estacionados, los cascos, las lumas que se pavonean en cinturas. Su arma es presencia.
La segunda sale pronto: codazos y empujones que se justifican por “mantener el orden”. Y como la violencia trae más violencia en una escala de eterno ascenso, la provocación sube a los dos lados de la lucha dialéctica.
Todo llega al fin a pestilentes aguas que rayan por segundos la ciudad, cachetean caras desnudas, inspiran manos al aire y a valientes señoras de mentes utópicas que piden con un letrero húmedo el fin de Hidroaysén.
Pero sobretodo, esos chorros dan insolencia y arrojo a jóvenes que sueñan aún con el Che Guevara y sus tácticas . Dicen que están ahí por la causa, para luchar con las armas del choque violento, porque para ellos la lucha violenta es la única forma posible de superar al poderoso. Así lo justifican. Pero tienen un error de posicionamiento. Ellos no luchan contra Hidroaysén. Con su juego, actúan a favor.
Son el peor enemigo de la causa. Irónicamente, no están de verde, ni enajenados por la violencia de su poder legitimado. Aparecen en pocos segundos con su cara cubierta, escondidos entre organizadores, destrozando los mismos espacios que necesitan, con peñascos que les rebotan en el guanaco en una lección con fuerte carga simbólica.
En esa mente alterada, cegada por la rabia, hay imágenes religiosas que inspiran su acción: estampitas rojas y guerrilleras. Atrás de todas, el filósofo aún innombrable en tiempos de la nueva religión que flota como beato gigante sobre ellos.
¿Qué dice ese culto que los anima? Que no hay forma de superar al poderoso sino por la via violenta. Que así se ha escrito la historia siempre, con la lucha material. Pero al decirlo, caen en el error propio de la ilusión ideológica que todo lo invierte.
Ponen a la via violenta fuera de esa historia que buscan explicar. Inalterable con los años, fuera del tacto y del olor humano, como si la historia misma no fuera hecha por los hombres. La ponen en un panteón que adoran, en un lugar sacro, intocable, un dios menor, un fetiche.
No consideran que la historia cambia su propia lógica con el tiempo. Así, si en otras épocas las revoluciones fueron exitosas porque necesitaron de fuerza física y violenta, el siglo XX fue abundante en casos que la no violencia activa fue mucho más efectiva. Casos sobran: la independencia de la India, los derechos civiles en Estados Unidos, el voto de la mujer o el fin de la Guerra de Vietnam que no puede explicarse sin la presión de la sociedad civil en las calles.
Por el contrario, la via violenta fracasó por todas partes donde se quiso instalar. Fracasó porque tuvo que luchar con las mismas armas poderosas de los ya poderosos y ante las cuales siempre fueron más débiles. O fracasó porque simplemente reprodujo en su interior las mismas relaciones de dominio de los sistemas que quiso superar. Se derrumbaron en su interior.
La via violenta terminó siempre derrotada por quienes buscan mantener las estructuras que les son funcionales. La violencia así restó nuevos compromisos, dividió fuerzas, deslegitimó las causas públicamente, atrasó los relojes.
La no violencia activa que se empuña gentilmente tras las manifestaciones de hoy, no es pasividad, ni simple pacifismo estéril. Por el contrario es acción real y concreta que busca remecer a quien tiene el monopolio de la fuerza, con una fuerza distinta a la de su adversario. Habla en otra lengua.
Un sitting , una huelga de brazos caídos, masivas marchas pacíficas multitudinarias que detienen la ciudad. Todas ellas han resultado ser infinitamente más efectivas que esos pocos que rompen kioskos de otros trabajadores. Esta es la fuerza y el ejemplo que se eleva hoy desde Europa, en Madrid, Islandia y el Medio Oriente.
Es la via de Tolstoi, de Gandhi, de Luther King, de Silo, de Lennon, de parte del anarquismo español, y de muchos otros. El mundo de esos devotos ha cambiado, pero arrastran aún el paisaje de quien vivía sólo entre máquinas y el capital industrial del siglo XIX. Ese que aún no veía a la sociedad civil coordinada por estructuras no jerárquicas y electrónicas.