Solo su fino olfato político- que le ha permitido sobrevivir tanto tiempo en un escenario tan dado a la conspiración como el que define la permanente confrontación tribal libia- le permitió reaccionar a tiempo cuando, en el contexto de la “guerra contra el terror”, entendió que su cabeza estaba ya en el punto de mira de quienes definían entonces el mundo en términos de “buenos” y “malos”. De repente, a finales de 2003, decidió adoptar la apariencia de un sumiso y arrepentido “cordero”, renunciando a sus programas nuclear y químico y a su apoyo a diversos grupos terroristas, al tiempo que pagaba unos 10 millones de dólares por cada una de las víctimas del atentado que derribó un avión con 270 pasajeros, al sobrevolar la localidad escocesa de Lockerbie. De inmediato ese calculado giro le reportó las felicitaciones de todos los países occidentales, sumidos en un interesado ejercicio de amnesia colectiva, mucho más interesados en adquirir su petróleo y participar en posibles inversiones para modernizar las infraestructuras libias que en mejorar el nivel de vida y asegurar el respeto de los derechos humanos de sus habitantes.

En el marco de la oleada de cambios que está registrando el mundo árabe, Libia salta a la palestra como el primer país en el que se acerca un verdadero cambio de régimen. Ni en Túnez ni en Egipto ha ocurrido esto todavía- tan solo han caído sus máximos gobernantes-, pero en Libia se adivina que, con todas las incertidumbres que caracterizan a un país del que tan poco sabemos, la posible caída de Gadafi equivale a un vuelco estructural inmediato. En la confusión de estos días se mezclan rumores sobre la desafección de algunos líderes tribales, que habrían roto los compromisos de sumisión al líder revolucionario, y sobre la posible fractura en el ejército, con algunos mandos rebeldes que aspiran a hacer a Gadafi lo mismo que él hizo en su día para ocupar el poder.

Durante mucho tiempo Libia ha sido un territorio totalmente cerrado a la mirada exterior. Su peculiar modelo de Estado de las masas (o Yamahiriya) ha tratado, sin éxito, de abrir una tercera vía fundamentada en la teórica democracia directa, el nacionalismo árabe y la consolidación de un cierto Estado de bienestar. En la práctica, sin embargo, a lo largo de los años Gadafi ha ido concentrando todo el poder en su persona y en su círculo familiar más próximo, al tiempo que procuraba comprar la lealtad de los notables de algunas tribus y controlar a un ejército del que nunca se ha fiado totalmente. Por otro lado, gracias a su enorme riqueza petrolífera ha podido jugar alternativamente al panarabismo- con intentos de fusión con otros países de la región- y al africanismo- su apoyo financiero a la Unión Africana y a algunos países del continente, asumiendo incluso su deuda externa, forman parte de su apuesta por lograr un liderazgo continental que nunca ha visto reconocido.

En el interior se ha encargado de suprimir cualquier posible disidencia política organizada (incluyendo a la de carácter islamista), bien eliminando físicamente a sus opositores u obligándolos al exilio. Esto ha provocado que no exista hoy ningún actor político alternativo con capacidad demostrada para trascender las rivalidades tribales y para impulsar un verdadero Estado de derecho. Visto así, el panorama que se presenta una vez que se ha desatado la violencia prefigura un escenario de confrontación a varias bandas, en el que no es posible identificar a un posible vencedor. Por el contrario, hay serios indicios de que el país se dirige a un enfrentamiento civil, en el que se volverán a poner de manifiesto las tensiones secesionistas que alimentan diferentes grupos tribales como los Warfala o los Al Zuwaya.

Gadafi no parece dispuesto a retirarse ante el empuje de quienes abiertamente han comenzado a cuestionar su poder. Ha demostrado ya en numerosas ocasiones que no le tiembla el pulso a la hora de eliminar a quienes no siguen sus mandatos, y a buen seguro de tratará hacerlo nuevamente. A diferencia de sus vecinos, no depende de ningún patrono exterior al que tenga que rendir cuentas de sus actos. Gadafi puede estar perdido, pero no aniquilado y cabe suponer que seguirá empleando la fuerza que le queda para, si es necesario, morir matando. En consecuencia, y dado que la rebelión ya está lanzada en toda regla, todo apunta a un mayor nivel de violencia en las próximas jornadas.

En estas circunstancias produce sonrojo recordar los mimos con los que la práctica totalidad de los gobernantes occidentales han tratado a un dirigente como Gadafi, del que ahora todos se apresuran a desmarcarse. Así es la real politik.