Y aún así me puede ocurrir lo mismo que a mi colega Van Bloomberg, que recibió una paliza. La confiscación de cámaras y otras herramientas de trabajo, así como el arresto, pertenecen también a los riesgos que se corren. El domingo pasado ya recibí un empujón.

**Tensando músculos**
El Estado chino muestra su fuerza: incluso sin haber signos de protesta, la policía despliega todo su potencial contra una posible Revolución del Jazmín, como en Túnez. Por eso, y como forma de manifestarse, pedir un menú 3 en McDonald’s -refresco, patatas fritas y una Big Mac – significará una expresión de rechazo al sistema unipartidista.

¿Enfrenta China una revolución como las ocurridas en el mundo árabe? Las posibilidades son pocas. A primera vista, parece haber suficientes razones para que se produzca una revuelta. La corrupción es la queja popular número uno. La brecha entre pobres y ricos en China es más profunda que en Egipto y Túnez: en estos países, el índice GINI, que mide la disparidad de ingresos, es de “solo” 0,4%, mientras que en China alcanza un mucho más peligroso 0,5%. Mientras se erigen colosales edificios de oficinas, testigos de un crecimiento económico de más del 11% anual, el chino medio ve su sueldo evaporarse en los supermercados. La inflación está disparando los precios de los productos alimenticios.

También en 1989, cuando los regímenes comunistas caían en el mundo entero, y el Estado chino logró mantenerse gracias a una intervención militar, los estudiantes del gigante asiático se volcaron a las calles para protestar contra la inflación y la corrupción.

**Mucho que perder**
En una China que demográficamente envejece con rapidez, falta en el 2011 un grupo dominante de jóvenes con pocas perspectivas de futuro, que se muestre dispuesto a correr riesgos políticos en el nombre de una revolución. A diferencia de los manifestantes desempleados del mundo árabe, los chinos tienen mucho que perder: aunque no todo el mundo se beneficie hoy día del milagro económico, la mayoría supone que sus hijos tendrán mejor vida. El espectacular repunte de las pasadas tres décadas es suficiente para mantener vivo el sueño de la casa propia, el coche y una nevera de última tecnología.

La joven clase media ha heredado de sus padres el trauma de la pasada “revolución”: la Revolución Cultural (1966-1976). Las familias fueron separadas, millones de jóvenes fueron enviados a trabajar al campo, y matar a golpes a maestros de escuela en el nombre de Mao era pan nuestro de cada día. Aún se sienten las consecuencias de esta demencia política colectiva.

**La revolución es caos**
La larga historia China está sembrada de rebeliones, pero las revoluciones son una rareza. En el pensamiento chino, la revolución equivale al caos, o sea a la miseria y el deterioro. Lo habitual, incluso lo moralmente correcto, es rebelarse contra un soberano que no tiene en cuenta las necesidades del pueblo. Sin embargo, el reemplazo por una nueva y fuerte figura en el viejo sistema, se acepta con docilidad.

¿Existen fisuras en esta preferencia por un Estado autoritario? Sí las hay, cada vez en mayor cantidad y más explícitas, en conversaciones privadas y en la Internet. Aún sin una Revolución del Jazmín, el Estado chino está muy alerta a lo que ocurre en Facebook, Twitter, y cualquier otra plataforma donde se movilizan los opositores. El aparato de seguridad está listo para asfixiar cualquier tipo de protesta, pero también los grupos de expertos del Estado hacen su parte. Trabajan extra para analizar las causas de una protesta, y sugieren medidas para aliviar el descontento social. No es que estas medidas solucionen los enormes problemas sociales, pero el método logra convencer a las masas de que, a pesar de que los burócratas locales sean unas sanguijuelas corruptas, la autoridad central sí tiene las mejores intenciones con el pueblo.

El pueblo chino continúa dispuesto a dar tiempo al Estado para que introduzca paulatinamente reformas políticas. Tanto la gente como el Estado se benefician del pacto que ha mantenido al sistema unipartidista por décadas: a cambio de prosperidad, los chinos dejan que el Estado se encargue de asegurar la estabilidad social, incluso con una represión inaceptable para los parámetros occidentales. En pocas palabras: el Gobierno chino debe garantizar que la mayoría de la población disponga de esos 2,49 euros que cuesta el menú del McDonald’s. En estas condiciones, una Revolución del Jazmín en China es de momento impensable.