Hasta ayer nomás los políticos que residían en las casas de gobierno se contentaban con ser serviles a las potencias económicas y a las oligarquías locales. Construyendo además, en conjunto con las corporaciones mediáticas, una opinión pública ignorante y asustadiza. Aplastada en la impotencia acarreada de las dictaduras militares que frustraron generaciones enteras en sus anhelos sociales.

Justamente ese recambio generacional dio origen a estos gobiernos valientes, que no temen enfrentarse a los Poderes y dignifican a sus poblaciones excluidas.

La receta: no hay gran misterio, un poco de anti imperialismo, el fomento de la democracia participativa y un nuevo ordenamiento legal que permite recuperar las constituciones mutiladas por las juntas militares y gobiernos vendepatrias.

De ese modo la Argentina ha recuperado los fondos jubilatorios que estaban en manos privadas, creando una nueva distribución, que ha permitido incluir a más de 1 millón 300 mil nuevos jubilados, fomentando la declaración de los trabajadores que hasta ahora estaban en negro y otorgando créditos blandos a la población.

Brasil por su lado ha pasado a la acción con un plan para construir más de un millón de viviendas, una de las mayores necesidades del pueblo brasileño, ya que en los 30 años anteriores los diferentes gobiernos no llegaron a construir entre todos ni 10 mil.

Este contraste es igual de evidente en la lucha contra el analfabetismo, que en Venezuela ha sido desterrado y en Bolivia se ha pasado de casi un millón de analfabetos en 2005 ha menos de cien mil en 2009 desde la asunción de Evo Morales.

Hugo Chávez, declarado dictador por los Mass Media de todo el mundo, ha creado una constitución que permite revocar anualmente y por mandato popular a los cargos electos, incluido el de presidente y ha ganado todas las votaciones en estos más de 10 años. Elecciones, por cierto, con veedores internacionales para evitar calumnias sobre posibles fraudes de su parte, pero más que nada para evitar los fraudes de sus opositores.

Ese doble standard de los medios fue abochornante cuando el intento de golpe de estado en Ecuador. Correa gritaba asomado a su ventana que habían intentado matarlo y los medios complacientes del establishment nos contaban que era sólo una manifestación de la policía, disconforme con sus ajustes de salario*.

Este cotejo de modelos, gobiernos que escuchan a sus pueblos y gobiernos que escuchan a los poderosos, ha tenido un punto álgido estas semanas. Tanto Bolivia como Chile tomaron medidas que encarecían la gasolina o el gas. Ambos gobiernos, por razones diferentes, decidieron eliminar las subvenciones a estos carburantes de primera necesidad.

En los dos casos se levantaron las poblaciones reclamando que no podían pagar las nuevas tarifas. Las reacciones de ambos gobiernos fueron muy diferentes. Así como el gobierno de Evo Morales se entrevistó con los sindicatos y grupos afectados por esta reforma para encontrar una salida, el gobierno de Piñera prefirió reprimir y ejercer la Ley de Seguridad del Estado. Una ley que equipara a los manifestantes con terroristas.

La discusión de la gente de Magallanes, al sur de Chile, con el gobierno va para largo, entre intimidaciones y muertes. Preocupante escenario, si tomamos el conflicto mapuche como parámetro del modus operandi del poder ejecutivo chileno.

García Linera, vicepresidente boliviano, explicaba la necesidad de derogar las subvenciones a los hidrocarburos para evitar el contrabando, pero que si no es el momento para que el pueblo adopte estos cambios, dichas subvenciones serían mantenidas. *“Consultar al pueblo jamás es una derrota política. Por el contrario, se constituye en una victoria porque demostró que gobernamos obedeciendo el mandato del pueblo”*, apuntó.

Quedando así expuestas estas dos direcciones que separan a países de gobiernos *“populistas”*, que dialogan con su pueblo, de aquellos que continúan perpetuando el status quo.

* El gobierno ecuatoriano que ya había subido los sueldos de todos los funcionarios públicos, evitaba por ley que los policías pudieran tener trabajos secundarios. Una práctica habitual y que generaba problemas de intereses.