Hace 40 años, en 1985, se otorgó el Premio Nobel de la Paz a la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear (IPPNW). Creada en 1980 por cardiólogos soviéticos y estadounidenses, en apenas cinco años, esta organización se había convertido en una federación mundial influyente, capaz de incidir políticamente al más alto nivel y lograr que los líderes de Estados Unidos y la Unión Soviética reconsideraran su postura sobre las armas nucleares.

El Comité Nobel destacó entonces su labor por “proporcionar información fehaciente y crear conciencia sobre el peligro de la aniquilación nuclear, difundiendo conocimiento sobre las consecuencias devastadoras de una guerra nuclear”. Su lema era tan sencillo como contundente: prevenir lo que no se puede curar. Ese mensaje se filtró en todas las capas de la sociedad y dio origen a un movimiento humanitario y científico que situó a las personas, y no al poder, en el centro del debate nuclear.

La década de los ochenta fue un tiempo de intensa movilización civil. Estudios científicos, marchas multitudinarias y campañas de sensibilización pusieron el riesgo nuclear en el foco mundial. En 1983, el Reloj del Apocalipsis marcaba tres minutos para la medianoche, reflejando la tensión extrema de la Guerra Fría. Reagan y Gorbachov competían en exhibir avances tecnológicos y arsenales, pero en la histórica cumbre de Ginebra de 1985 ambos reconocieron que “una guerra nuclear no se puede ganar y jamás se debe librar”. Ese gesto abrió el camino a tratados bilaterales que contribuyeron al final de la Guerra Fría.

¿Qué ha pasado en 40 años? El panorama es inquietante. La caída del telón de acero prometió una era de entendimiento, pero esa paz relativa fue efímera. Hoy existen nueve países con armas nucleares –uno más que en los ochenta–, más de 12.000 ojivas en total, y unas 2.000 listas para ser lanzadas en cuestión de minutos. La multipolaridad ha sustituido a la bipolaridad, y la amenaza nuclear se ha normalizado en la indiferencia de la opinión pública. El Reloj del Apocalipsis marca ahora 89 segundos para la medianoche, el riesgo más alto de la historia. Este peligro se agrava por el debilitamiento del orden mundial, la ligereza con la que se hacen amenazas de usar armas nucleares, la crisis climática, las guerras en curso y las tecnologías emergentes.

Los países nuclearmente armados incumplen sus compromisos de desarme y modernizan sus arsenales bajo la lógica viciada de la disuasión. El Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), durante décadas considerado el pilar del régimen internacional, se encuentra debilitado por esa falta de voluntad. Sin embargo, el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN) ha emergido como complemento indispensable: una pieza robusta dentro de la arquitectura legal que refuerza tanto la ética como la política del desarme. Firmado ya por 99 países, el TPAN establece una norma universal que condena las armas nucleares y marca el camino hacia su abolición. Cada vez más Estados rechazan la idea de que la seguridad pueda basarse en la amenaza de destrucción masiva, y con ello fortalecen la convicción de que la verdadera seguridad solo puede construirse sin armas nucleares.

El Nobel a IPPNW en 1985 representó un consenso mundial sobre la urgencia de prevenir la guerra nuclear, un problema que no distingue fronteras ni ideologías. La lección de entonces es clara: la verdadera seguridad se alcanza poniendo los intereses de la humanidad en el centro y basando la democracia en la ciencia y la evidencia.

Hoy, en el aniversario de aquel reconocimiento, el mensaje sigue más vigente que nunca: las armas nucleares son incompatibles con la vida, la paz y la democracia. La historia nos recuerda que lo que no podemos curar debemos prevenirlo. Y el futuro nos exige valentía y visión para construir un mundo donde la amenaza nuclear sea solo un mal recuerdo. Un mundo pacífico sin armas nucleares no es un ideal lejano: es una tarea urgente, colectiva y posible.