Un premio que divide al continente
El anuncio del Nobel de la Paz a Corina Machado encendió más polémicas que celebraciones. No es un gesto menor: se trata de una activista política venezolana que representa a la oposición más dura, con vínculos abiertos con sectores empresariales y con una retórica que ha llamado a la desobediencia y a la insurrección frente al gobierno.
Otorgarle el Nobel a una figura de ultraderecha reabre el debate sobre el sentido político del premio. ¿Se reconoce una trayectoria pacífica o se premia una postura ideológica conveniente para ciertos poderes? En América Latina, donde la memoria de los golpes de Estado y las intervenciones extranjeras sigue viva, la noticia tiene sabor a advertencia.
La paz como instrumento político
El Comité Noruego del Nobel ha sido, históricamente, un actor diplomático disfrazado de jurado. No entrega premios por casualidad, los entrega por mensaje. En este caso, el mensaje parece dirigido al gobierno de Venezuela y, al mismo tiempo, al conjunto de los países del Sur que buscan caminos soberanos fuera de Washington y Bruselas.
Machado ha defendido políticas de libre mercado, alineamiento con Estados Unidos y apertura total a las corporaciones. También ha impulsado movilizaciones que derivaron en violencia y en llamados explícitos a la ruptura institucional. Que una figura con ese historial reciba un premio de paz revela la paradoja de un mundo donde el concepto de paz se mide según conveniencias geopolíticas.
El tablero venezolano
Venezuela no es un país en calma ni un régimen ideal. Vive una crisis prolongada de pobreza, corrupción, sanciones y desgaste político. Pero reducir su conflicto a la figura del gobierno es una simplificación peligrosa.
Desde 2015, las sanciones impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea han costado a Venezuela más de USD 130.000 millones en pérdidas, según el propio Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Esa asfixia económica ha provocado el colapso de sectores básicos como salud y alimentación. Premiar a una opositora que respalda esas sanciones equivale, para muchos, a legitimar el castigo colectivo como herramienta política.
Una oposición fragmentada y tutelada
Corina Machado representa la línea más radical dentro de la oposición venezolana. Su discurso no busca negociar, busca desplazar. Rechaza todo acuerdo con el chavismo y exige intervención internacional bajo el argumento de liberar al país del autoritarismo. Esa posición coincide con los intereses estratégicos de Estados Unidos en la región y es debilitar a los gobiernos que mantienen alianzas con China, Rusia e Irán.
En ese contexto, el Nobel opera como una herramienta de legitimación externa. No es solo un reconocimiento, es un pasaporte simbólico que la convierte en portavoz aceptable ante los foros internacionales. El problema es que su narrativa excluye a la mitad del país que no se identifica con ella. La paz, entendida así, se transforma en un proyecto de una parte contra la otra.
El rol del discurso mediático
El aparato mediático global ha presentado a Machado como una heroína moderna. Las imágenes de marchas, discursos y persecuciones judiciales se multiplican, pero pocas veces se analiza su entorno político. Sus alianzas con empresarios sancionados, su cercanía con figuras del trumpismo y su respaldo al fallido intento de autoproclamación de Juan Guaidó en 2019 son parte de un mismo guion.
El Nobel amplifica esa narrativa. Desde Oslo hasta Washington, los titulares celebran la “lucha por la libertad”, pero omiten que esa libertad se reclama desde una ideología que niega cualquier alternativa económica fuera del neoliberalismo. La pregunta es simple y brutal: ¿puede la ultraderecha ser garante de la paz en un continente que aún sangra por sus dictaduras?
El dilema ético del premio
Nadie duda del valor personal de enfrentar un régimen político. El coraje individual merece respeto. El problema aparece cuando el reconocimiento se convierte en herramienta para desestabilizar. El Nobel de la Paz debería reconocer la construcción de puentes, no la demolición de los pocos que quedan.
Premiar a Machado en medio de una confrontación abierta en Venezuela es intervenir sin tanques pero con prestigio. Es un acto político que disfraza su intencionalidad de gesto moral.
Las consecuencias para la región
El premio puede reactivar la presión internacional sobre Caracas, pero también profundizar la polarización. En el resto del continente, la ultraderecha celebra. Desde Milei hasta Bolsonaro, los referentes ideológicos afirman que la lucha contra el socialismo tiene ahora respaldo moral desde Europa.
Mientras tanto, la izquierda ve en el Nobel un intento de restaurar el viejo orden continental. Un mensaje de que las disidencias económicas no son aceptables y que las oposiciones alineadas con Occidente siempre tendrán la última palabra.
La paz como desafío pendiente
Venezuela necesita reconciliación, no más trincheras. Y América Latina necesita independencia real, no premios que deciden quién merece hablar en nombre de la libertad. La paz no puede ser monopolio de ninguna ideología.
Machado puede representar una voz válida dentro del debate pero su trayectoria está marcada por la confrontación y el llamado al desconocimiento institucional. Otorgarle el Nobel de la Paz a una figura que promueve la insurrección es una contradicción histórica.
El silencio que vale más que un aplauso
El Nobel otorgado a Corina Machado revela más sobre el mundo que sobre ella. Habla de una comunidad internacional que usa la palabra “paz” como arma simbólica y que mide la democracia con un doble estándar.
En Venezuela hay manipulación externa. Premiar a una dirigente de ultraderecha con discurso insurreccional no resuelve ese drama, lo agrava.
La paz verdadera no nace en los despachos ni en los titulares. Nace cuando un pueblo puede hablar sin miedo, votar sin hambre y vivir sin tutores extranjeros. Todo lo demás son medallas que pesan más que la conciencia.













