Hace rato que por mi cabeza circula la siguiente pregunta sobre cómo habitamos los ecosistemas digitales y es: ¿desde qué lugar nos paramos? ¿Qué posición tomamos al momento de participar, de compartir, de interactuar en esos espacios que, aunque parecen etéreos, influyen cada vez más en nuestra vida cotidiana?
Muchas veces me sorprendo a mí mismo preguntándome: ¿de dónde surge ese impulso casi irrefrenable de compartir todo lo que pasa por delante de mis ojos? Links, fotos, videos, noticias, mensajes reenviados una y otra vez, sin pensar demasiado si tienen sentido para el otro, si suman algo al grupo, si verdaderamente estoy transmitiendo lo que quiero comunicar. ¿Qué hay detrás de esa compulsión? ¿Un deseo genuino de diálogo o simplemente la ansiedad de no quedar afuera del flujo constante de información?
Lo curioso es que solemos quejarnos del “barullo digital”, de la saturación de mensajes y notificaciones que nos genera agotamiento, pero rara vez nos detenemos a pensar cuánto de ese ruido lo provocamos nosotros mismos. No son solo “las redes” ni “los algoritmos”: también somos nosotros los que alimentamos ese torbellino de estímulos. Y ahí aparece otra inquietud: ¿es posible habitar un mundo digital distinto, donde podamos frenar un segundo antes de enviar, reenviar o publicar, para pensar si estamos facilitando la lectura y el diálogo o si estamos entorpeciéndolos?
En el fondo, la pregunta es qué lugar queremos ocupar en las comunidades digitales que integramos. ¿Quiero ser alguien que contribuye a la dinámica del grupo, que ayuda a que circule un intercambio rico, o me convierto sin darme cuenta en un generador de ruido, de saturación, de fatiga informativa?
La comparación con el mundo físico es inevitable. Porque, aunque a veces lo olvidemos, lo digital no está separado de lo real: lo atraviesa, lo refleja y lo modifica. Es cierto, no nos comportamos igual en un espacio físico que en un espacio virtual. Uno no entra a la fiambrería y pide un litro de lavandina; uno no se cruza en la calle con un conocido y le tira, de golpe, cinco noticias seguidas sobre un mismo tema. Pero en el territorio digital esas barreras parecen disolverse. Ahí, de repente, pareciera que todo está permitido: compartir sin filtro, hablar sin pausa, llenar la conversación sin escuchar.
Ese desfasaje me hace pensar que lo digital habilita un comportamiento que muchas veces no sostenemos en la vida cotidiana, y no siempre para bien. Lo que sería absurdo en una interacción cara a cara, lo asumimos como natural cuando tenemos una pantalla de por medio. ¿No será que en ese proceso dejamos de registrar al otro como sujeto, como persona, y lo tratamos más como un buzón de entrada que como un interlocutor?
De ahí surge otra pregunta: ¿realmente tengo la necesidad de transmitir un mensaje o solo busco descargar en otro el caudal de información que me atraviesa? ¿Estoy compartiendo porque quiero dialogar, o porque no tolero guardarme nada?
Estas dudas me interpelan no solo como “víctima” del barullo ajeno, sino también como “culpable” de reproducirlo. Porque muchas veces hago lo mismo que critico: reenvío compulsivamente, inundo chats con links, lanzo cadenas de mensajes que, al final, no construyen un diálogo, sino que generan cansancio.
Si lo pienso en términos comunitarios, me queda claro que sin reglas mínimas el caos es inevitable. Pongamos un ejemplo concreto: si en un grupo digital como el de Multiviral todos compartieran libremente, sin organización ni selección de temas, la dinámica se volvería insostenible. En un mismo día podríamos recibir 17 noticias sobre principios y valores, 8 posteos de un escritor que lanza un libro, 2 videos reenviados sobre un tema ya tratado… y así hasta saturar la conversación. La idea de un espacio pensado para el diálogo se transformaría en lo contrario: un lugar donde nadie escucha, donde la abundancia de información ahoga cualquier posibilidad de construir algo en común.
Lo paradójico es que, mientras celebramos estos espacios digitales como oportunidades para encontrarnos, muchas veces olvidamos que también somos responsables de sostenerlos. Y eso implica no solo traer contenido, sino pensar cómo lo traemos, cómo lo presentamos, qué queremos generar en el otro cuando lo compartimos. No se trata de que el resto sea un público pasivo que recibe lo que yo envío; se trata de abrir la puerta a que lo que comparto despierte diálogo, reciprocidad, construcción colectiva.
Y ahí aparece un tema que me inquieta mucho: la automatización del comportamiento humano en lo digital. Porque si no hay conciencia, si no hay una pausa para reflexionar antes de compartir, terminamos actuando como autómatas. Y si actuamos como autómatas, ¿qué diferencia hay con un bot? La idea de la “era de individuos bot” suena provocadora, pero creo que no está tan lejos de nuestra realidad: personas de carne y hueso, con emociones, con vitalidad, que terminan comportándose en el ecosistema digital como si fueran programas preconfigurados.
Pienso en esto: la inteligencia artificial, de la que tanto hablamos, tal vez no necesite demasiado esfuerzo para ocupar roles que antes eran exclusivamente humanos. ¿Por qué? Porque el ser humano, en su versión digital, hace rato que se volvió predecible. Se mueve siempre en dos o tres gestos básicos: compartir, reenviar, olvidar rápido. No construye memoria, no dialoga en profundidad, no se detiene a pensar qué efecto produce lo que lanza. En esa repetición automática, en esa falta de conciencia, el humano se parece cada vez más a la máquina.
Y entonces surge la inquietud de fondo: ¿qué lugar le dejamos a lo humano en los ecosistemas digitales? ¿Qué diferencia seguimos marcando entre nuestra forma de habitar estos espacios y la manera en que lo haría un bot?
Lo que me preocupa es que, si no somos conscientes, lo digital termina configurando una especie de egoísmo compartido. Cada uno lanza su propio caudal de mensajes sin pensar demasiado en los demás. Y, sin embargo, la paradoja es que todos decimos querer lo mismo: que los grupos funcionen, que haya diálogo, que circule la reciprocidad. Todos reclamamos menos saturación, menos ruido, menos caos. Pero pocas veces nos reconocemos como parte del problema.
¿No somos también responsables de esa saturación de la cual nos sentimos víctimas?
Cuando no hay reglas claras, o cuando las reglas existen pero las pasamos por encima, rompemos el contrato mínimo de convivencia que permite que una comunidad digital sea distinta de cualquier otro espacio. En el fondo, no se trata de prohibir ni de limitar la circulación de ideas, sino de construir entre todos un modo de estar en lo digital que respete al otro, que cuide la atención, que genere un intercambio que valga la pena.
Porque, si no lo hacemos, terminamos reforzando lo que más criticamos: ese ruido incesante que erosiona la posibilidad de diálogo real. Y entonces lo digital deja de ser un espacio de encuentro para transformarse en un lugar de soledad compartida, donde cada uno grita su mensaje sin escuchar al de al lado.
La pregunta sigue abierta: ¿queremos ser humanos que dialogan o bots que reenvían?













