16 de septiembre 2025, El Espectador

Por estar en otros menesteres –precisamente ligados a los diálogos de paz– llegué tarde a la conversación que se adelantaba en un chat en el que participamos periodistas, empresarios y artistas, economistas, políticos, filósofos y abogados, médicos, ecologistas y –como algunos dicen con tono de burla– pazólogos.

El tema era si los pazólogos viejos ya tenían (teníamos) cansados al público, a las guerrillas y a todos, y si no sería conveniente un relevo generacional. Que vengan otros rostros que no tengan las células y las ideas arrugadas, con la mente más abierta y “que miren otros ángulos”. Como si uno, por viejo, no fuera capaz de ver a éste y al otro lado de la realidad, del mar, de las montañas, de la guerra, la injusticia y la miseria.

Esa mirada de otros ángulos no se pierde según partida de nacimiento. Se pierde en los recovecos de mentes atávicas (jóvenes o viejas) que le temen a perder los estatus ancestrales o auto-logrados, la zona de confort en la que nada resulta más cómodo que cerrar los ojos al resto del mundo y disfrutar a manos llenas su imperturbable burbuja.

Muchos consideran que quienes nacimos a mediados del siglo pasado deberíamos estar colgados en una percha como un abrigo invernal o –si bien nos va– sentados en una mecedora esperando el último anochecer. Otros pensamos que, a cualquier edad, vivir es más que criticar y respirar; y creemos en la obligación ética de enmendar algunos de los errores que cometimos nosotros y nuestros antepasados, para que el país de nuestros nietos sea menos violento y menos inequitativo que el país de ayer y de hoy.

No creemos en la teoría de la inocencia (nosotros) versus la maldad (los otros); hemos aprendido a Colombia en los territorios y no solo en los libros; hemos palpado la perspectiva histórica y regional de nuestros conflictos; y muchos ya estamos “más allá del bien y del mal”: lo que hacemos no es para nosotros; es para que otros estén mejor, en un futuro que quizá ni alcancemos a ver. Es, precisamente, para que las niñas, los niños y los jóvenes de ahora y los que vendrán después, no tengan que ver y vivir ni un Bojayá más, ni otra Gabarra, ni otro Aro, ni otro Salado. Que ellos no vivan ninguno de los horrores que hemos visto y sufrido en estas siete décadas. A mí eso no me parece arrugado; me parece responsable.

Siempre le he apostado a la esperanza y creo en los jóvenes, en su fuerza transformadora, en su mente libre de atavismos y prejuicios; son luminosos, tienen la vida por delante y pocos paradigmas que les encarcelen la creatividad.

Uno puede y debe invocar y valorar a los jóvenes, trabajar con ellos, respetarlos y aprender de ellos (me consta su calidad humana, su tenacidad profesional y su genuina calidez emocional), sin necesidad de menospreciar a los viejos.

Y, para terminar, una respetuosa reflexión: sería fascinante si algún día quienes tanto critican con palabras eruditas a quienes intentamos abrirle caminos a la paz, propusieran algo positivo y concreto, algo que le aporte a esta tarea (tan acechada por enemigos de toda índole). Qué maravilla si un día los críticos de oficio y escritorio hicieran por el desescalamiento de la violencia, algo distinto a acelerar su tractor de desprestigio en contra de los pazólogos. Que un día, cuando por enésima vez volvamos a preguntarles, “listo, ¿qué propones?” la respuesta no sea “otro día te cuento, tomándonos un café”.

No señores, con o sin café, pero ya: ¿Qué proponen? Estamos ávidos de oír propuestas serias que nos permitan romper los círculos de violencia que, entre ustedes, otros y nosotros hemos perpetuado.

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