“Los pobres no escriben la historia, pero la sufren” – Ryszard Kapuściński (Ebano)

Burundi es un territorio diminuto en el corazón de África, encerrado entre Ruanda al norte, Tanzania al este y sur, y la República Democrática del Congo al oeste. Con apenas 27 mil kilómetros cuadrados de superficie, menos que Bélgica, concentra una densidad de población que sobrepasa los 460 habitantes por kilómetro cuadrado, una de las más altas del continente. Viven allí unos 13,3 millones de personas, según estimaciones de Naciones Unidas para 2024, divididas en tres grandes grupos étnicos: hutus (85 %), tutsis (14 %) y twa (1 %), este último históricamente marginado.

El paisaje burundés es engañosamente hermoso. Montañas verdes, valles fértiles y el espejo azul del Lago Tanganica dan la impresión de abundancia. Sin embargo, la realidad es brutal. El país figura en el último puesto del Índice de Desarrollo Humano con un PIB per cápita de apenas 240 USD anuales. La esperanza de vida no supera los 62 años, y más del 70 % de la población vive bajo el umbral de la pobreza extrema. La electricidad alcanza a menos del 15 % de los hogares y la desnutrición crónica afecta a más de la mitad de los niños menores de cinco años.

Burundi es también memoria de sangre. Colonizado por Alemania y Bélgica, convertido en laboratorio de divisiones étnicas, sufrió dos guerras civiles que dejaron más de 300 mil muertos. Su historia reciente es la de un país que intenta sobrevivir entre la pobreza estructural, las cicatrices de la violencia y la indiferencia del mundo.

Herencia colonial

Burundi fue atrapado primero por Alemania entre 1890 y 1916 y después por Bélgica hasta 1962. Las potencias coloniales vieron en este pequeño territorio montañoso una tierra de plantaciones forzadas. Introdujeron el café y el té como monocultivos y con ellos impusieron un sistema económico que aún hoy define la vida cotidiana. Lo que nació como imposición externa se convirtió en la base de la economía nacional.

El café ocupa el primer lugar en las exportaciones burundesas. Representa más del 70 % de los ingresos por ventas al exterior. En 2023 se produjeron unas 180 mil toneladas de granos, de las cuales el 90 % salió hacia Europa. Bélgica, Alemania y Francia fueron los primeros compradores históricos y todavía empresas ligadas a esos mercados dominan las cadenas de comercialización. El precio que recibe un campesino ronda los 0,40 USD por kilo mientras en el mercado internacional puede superar los 4 USD. El margen se lo llevan intermediarios y multinacionales.

El té sigue un camino similar. La producción bordea las 60 mil toneladas anuales y aporta cerca del 10 % de los ingresos por exportación. Plantaciones en Kayanza, Ngozi y Gitega muestran la paradoja. Campesinos trabajando con herramientas rudimentarias para generar divisas que nunca ven. El sector emplea de forma directa a más de 300 mil familias que viven con ingresos inferiores a 2 USD diarios.

El colonialismo no solo instauró monocultivos. También sembró divisiones profundas entre hutus y tutsis. La administración belga clasificó a la población con carnés étnicos y privilegió a los tutsis en la administración y la educación, marginando a los hutus. Esa manipulación abrió un abismo que décadas después explotó en guerras civiles con cientos de miles de muertos. La herencia colonial en Burundi no fue solo económica. Fue también la siembra calculada del odio.

Pobreza estructural

Burundi es un país atrapado en un círculo de precariedad que parece no romperse. Su economía depende en más de un 40 % de la ayuda internacional y de préstamos externos que no generan desarrollo. El presupuesto nacional apenas alcanza los 1.200 millones de USD anuales, insuficiente para cubrir salud, educación e infraestructura básica en un país donde la población crece a un ritmo de 3 % por año.

El hambre es la expresión más brutal de esta pobreza. Informes del Programa Mundial de Alimentos estiman que más de 1,8 millones de burundeses enfrentan inseguridad alimentaria severa. El 95 % de las familias rurales consume menos de dos comidas al día y la dieta se compone principalmente de mandioca, maíz y batata, sin proteínas suficientes. Esto explica que Burundi tenga una de las tasas más altas de desnutrición crónica infantil del mundo, cercana al 55 %.

El mercado laboral es casi inexistente fuera de la agricultura. La tasa de desempleo juvenil supera el 40 % y cada año entran más de 300 mil jóvenes a una economía que no tiene cómo absorberlos. La industria apenas representa el 12 % del PIB y se limita a procesar café, té y productos básicos. La minería, aunque prometedora, sigue en estado incipiente por falta de inversión y corrupción.

El Estado recurre a impuestos indirectos que golpean a los más pobres. Más del 30 % de la recaudación proviene de tasas al consumo, mientras las grandes compañías exportadoras disfrutan de exenciones. El resultado es una sociedad en la que las mayorías pagan más proporcionalmente que las élites. En Burundi la pobreza no es casualidad ni destino natural, es el resultado de una estructura económica diseñada para que la riqueza nunca llegue a la mayoría.

Recursos, heridas y cicatrices

Burundi es un país pequeño en territorio, pero grande en recursos. El café sigue siendo el rey de la economía. Representa cerca del 70 % de los ingresos por exportaciones y emplea directa o indirectamente a más de 600 mil familias campesinas. En un año promedio produce entre 150 y 180 mil toneladas de granos, de las cuales casi toda la cosecha viaja hacia Europa. Sin embargo, los precios son injustos. El campesino recibe alrededor de 0,40 USD por kilo, mientras una taza elaborada en Bruselas o París se vende a más de 3 USD. La cadena de valor se queda en los mercados lejanos, no en las manos que cultivan.

El té ocupa el segundo lugar, con alrededor de 60 mil toneladas anuales que generan cerca del 10 % de los ingresos de exportación. Se suman cultivos de algodón, azúcar, maíz y mandioca, que abastecen al consumo interno, aunque sin garantizar seguridad alimentaria. La paradoja es clara. Burundi exporta café y té de calidad mundial, pero millones de burundeses no tienen suficiente comida para sobrevivir.

Violencia y exilio

Burundi arrastra en su memoria dos guerras civiles que marcaron generaciones. La primera en 1972 dejó más de 100 mil muertos en apenas unos meses. La segunda se extendió desde 1993 hasta 2005 y sumó cerca de 300 mil víctimas, además de millones de desplazados. Las heridas de esas matanzas siguen abiertas. Familias enteras fueron borradas de los registros y aldeas completas quedaron en silencio.

La violencia no fue solo política, fue también étnica, alimentada por décadas de manipulación colonial que enfrentó hutus contra tutsis.

El fin de la guerra en 2005 trajo un acuerdo de paz que prometía reconciliación. Sin embargo, las tensiones nunca desaparecieron del todo. El actual presidente Évariste Ndayishimiye, en el poder desde 2020, ha mantenido una frágil estabilidad. Su gobierno evita los estallidos masivos de violencia, pero a cambio impone un control férreo sobre la oposición. Organizaciones de derechos humanos denuncian detenciones arbitrarias, censura y persecución de periodistas. La paz de Burundi es relativa, una calma vigilada que descansa sobre la represión política.

El exilio se convirtió en parte de la vida burundesa. Hoy más de 300 mil personas viven como refugiados en países vecinos. Tanzania acoge a más de 200 mil, Ruanda a unos 80 mil y la República Democrática del Congo a decenas de miles. Los campamentos se transformaron en ciudades improvisadas donde los niños crecen sin haber pisado la tierra de sus padres.

El país vive atrapado entre la memoria del horror y la necesidad de sobrevivir al presente. La violencia dejó cicatrices visibles en cada familia. El exilio fragmentó comunidades y separó generaciones. Burundi es un país donde la historia no termina, donde la paz se escribe con tinta frágil y donde miles aún esperan el día de regresar a casa.

Futuro y desafíos

El porvenir de Burundi se mide en paradojas. Es un país pequeño en extensión, pero con una población que no deja de crecer. En los últimos veinte años la cifra de habitantes casi se duplicó, pasando de 7 millones a más de 13 millones en 2024, y se proyecta que alcanzará los 20 millones hacia 2045. Esta presión demográfica, combinada con escasos recursos productivos y tierra cultivable limitada, genera tensiones que ya se sienten en cada comunidad rural.

El cambio climático golpea fuerte. Sequías prolongadas seguidas de lluvias torrenciales destruyen cosechas en un país donde el 90 % depende de la agricultura. Naciones Unidas advierte que, de no mediar políticas de adaptación, más de 2 millones de burundeses caerán en inseguridad alimentaria severa hacia 2030. La erosión de suelos avanza a un ritmo que amenaza la base agrícola y expulsa a comunidades enteras hacia campamentos improvisados.

La educación ofrece un camino incierto. El acceso a primaria llega a más del 80 %, pero menos del 30 % termina la secundaria y apenas un 5 % logra estudios superiores. Sin formación técnica, los jóvenes quedan atrapados en la misma economía de subsistencia que esclavizó a sus abuelos.

Burundi necesita inversión en infraestructura, energías limpias, salud y educación. También requiere romper la dependencia de la ayuda externa. El desafío es construir un modelo que aproveche el café, el té y los minerales para beneficio propio y no para enriquecer a intermediarios extranjeros. El futuro está abierto, pero si no se elige pronto otro camino, Burundi seguirá siendo el espejo más duro de las cicatrices africanas.

Dependencia de la ayuda externa

Como mencionamos anteriormente Burundi no solo vive de lo que produce, vive también de lo que recibe. Más del 40 % de su presupuesto estatal proviene de la ayuda internacional. En 2022 las transferencias oficiales alcanzaron los 576 millones de USD, una cifra que supera los ingresos internos por impuestos y que sostiene la educación básica, la salud y la administración pública. Sin esa red de financiamiento el Estado quedaría paralizado.

Los principales donantes son organismos multilaterales y potencias extranjeras. El Banco Mundial, a través de la Asociación Internacional de Fomento (IDA), canaliza cientos de millones de dólares en programas de infraestructura, agricultura y salud. La Unión Europea se ubica entre los primeros contribuyentes, financiando proyectos de gobernanza, educación y desarrollo rural. Las agencias de Naciones Unidas, especialmente el PNUD, UNICEF y el Programa Mundial de Alimentos, mantienen operaciones permanentes que llegan hasta las aldeas más remotas.

Entre los donantes bilaterales destaca Estados Unidos, con programas de la USAID que cubren asistencia humanitaria, apoyo a refugiados y lucha contra enfermedades. También figuran países europeos como Alemania, Bélgica y Francia, cuyas relaciones históricas con Burundi mantienen un flujo constante de ayuda y cooperación.

La dependencia tiene un precio. Cada reforma estructural se negocia en oficinas extranjeras y los presupuestos sociales fluctúan según las prioridades de los donantes. En 2015, tras la crisis política que estalló por la reelección de Pierre Nkurunziza, varios donantes suspendieron temporalmente la ayuda y el Estado casi colapsó. Burundi vive bajo la certeza de que su estabilidad no depende solo de lo que produce, sino también de la voluntad de actores internacionales. Una soberanía condicionada por la ayuda que paga salarios, vacunas y alimentos.

 

Caminos de esperanza

Burundi no está condenado a la pobreza eterna. El país puede salir de la dependencia si construye un proyecto propio, sostenido en su gente y sus recursos, con la ayuda solidaria del mundo que no cobre después los favores. Se trata de abrir un horizonte hacia 2035 y 2050 donde las cifras no hablen de miseria sino de dignidad.

  1. Educación

Levantar escuelas en cada aldea y garantizar que todos los niños completen la primaria. Expandir la secundaria hasta alcanzar al menos el 70 % de los jóvenes en 2035. Construir universidades públicas regionales que formen médicos, ingenieros, maestros y técnicos, con programas que respondan a las necesidades reales del país.

  1. Salud

Ampliar la red hospitalaria. Hoy Burundi tiene menos de cinco camas por cada 10.000 habitantes. Necesita triplicar esa cifra en diez años y formar al menos 10.000 nuevos profesionales de salud de aquí al 2035. Garantizar agua potable en todas las comunidades como política sanitaria de base.

  1. Recursos naturales

Desarrollar industrias propias de café y té. No solo exportar granos, sino producir café tostado, té procesado y derivados que aumenten el valor agregado. Iniciar la explotación responsable del níquel, el oro y el estaño con empresas mixtas donde el Estado burundés conserve mayoría, evitando el saqueo extranjero.

  1. Energía

Aprovechar el Lago Tanganica y los ríos para generar hidroelectricidad. Desplegar paneles solares rurales que reduzcan la dependencia de generadores diésel. Alcanzar una cobertura eléctrica del 50 % en 2035 y del 80 % en 2050.

  1. Juventud y empleo

Crear programas nacionales de empleo rural y urbano que transformen la fuerza de una población joven en motor productivo. Apoyar cooperativas agrícolas, pequeñas industrias y emprendimientos locales que permitan que el trabajo se quede en Burundi.

Este horizonte no es un sueño imposible. Con políticas firmes, cooperación justa y la fuerza de sus comunidades, Burundi puede convertir la pobreza en memoria y la esperanza en futuro.

El costo del futuro

El camino de la esperanza no puede quedarse en discursos ni en buenas intenciones. Para que Burundi logre salir de la dependencia necesita transformar sus sueños en proyectos con cifras claras. Se trata de planificar en grande, con plazos de 10, 20 y 30 años, para que cada dólar invertido construya soberanía y no nuevas cadenas de deuda. Los números pueden asustar, pero muestran que el futuro es posible si se entiende que invertir en Burundi es invertir en dignidad y en estabilidad para toda la región.

  • Educación: construir 2.000 escuelas primarias rurales y 200 liceos secundarios costaría unos USD 1.000 millones en 10 años. Una universidad pública nueva implica cerca de USD 150 millones cada una.
  • Salud: levantar 50 hospitales regionales de mediana complejidad y 500 centros de salud primaria demandaría al menos USD 2.000 millones a 2035.
  • Recursos naturales: montar plantas procesadoras de café y té requiere USD 300 millones en equipamiento industrial y logística. La minería responsable del níquel podría atraer más de USD 1.500 millones en inversión si el Estado retiene control.
  • Energía: desplegar 1.000 MW de hidro y solar al 2035 costaría alrededor de USD 3.500 millones.
  • Juventud y empleo: un programa nacional de empleo y capacitación para un millón de jóvenes en 10 años implicaría unos USD 800 millones.

Total estimado a 2035: USD  9.000 millones

Proyección a 2050 duplicando la cobertura y expansión: USD 18.000 millones

Estas cifras no son imposibles. Burundi necesita inversión del Estado, del sector privado y de una cooperación internacional que respete su soberanía. Si el mundo acompaña sin cobrar después los favores, y si Burundi confía en la fuerza de su gente, en 2035 el país puede dejar de ser símbolo de pobreza para convertirse en ejemplo de dignidad africana.

Burundi no es solo un país en el mapa.

Es una tierra donde el verde de las montañas se confunde con la tristeza de las aldeas. Donde el Lago Tanganica refleja la belleza de África y al mismo tiempo el peso de su abandono. Es un territorio pequeño que guarda en su memoria el eco de guerras civiles, la sangre derramada en las colinas y el exilio de miles que aún sueñan con regresar.

Pero también es un país de niños que caminan horas para ir a la escuela, de campesinos que trabajan la tierra con manos curtidas, de mujeres que sostienen familias enteras con el sudor de sus días. Burundi es pobreza en cifras, sí, pero también es dignidad en resistencia.

El futuro no está escrito. Puede seguir siendo la cicatriz más honda del continente o convertirse en un ejemplo de que incluso los países más golpeados pueden levantarse. Para lograrlo necesita algo más que discursos de ayuda. Necesita justicia, inversión justa, confianza en su juventud y una cooperación internacional que no repita el colonialismo disfrazado de solidaridad.

Burundi es un silencio que grita. Grita contra la indiferencia del mundo, contra los siglos de saqueo, contra la condena a la miseria. Pero también grita por vida, por esperanza, por un mañana distinto. Si en 2035 y en 2050 este país logra ser dueño de sus recursos y de su destino, el mundo tendrá que reconocer que hasta en la herida más profunda puede florecer la dignidad.

Kapuscinski decía que para entender África había que escuchar sus silencios…

 

Bibliografía

Banco Mundial, Burundi Overview (2024)

Banco Mundial, International Development Association – Burundi Country Program (2023)

Naciones Unidas, Human Development Report 2023/24 (PNUD, Índice de Desarrollo Humano)

UNICEF, Burundi Country Programme Document (2023)

Programa Mundial de Alimentos (WFP), Burundi – Country Brief (2023)

FAO, Burundi – Agricultural Sector Overview (2022)

FMI, World Economic Outlook Database (2024)

International Tin Association, Global Resources & Reserves Update (2020)

FPRI, Rare Earths and Global Rivalries: Burundi and the Reconfiguration of Strategic Supply Chains (2025)

UNHCR, Burundi Refugee Situation (2024)

European Union, EU Cooperation with Burundi (2023)

USAID, Burundi Country Development Cooperation Strategy (2023)