Hace unas semanas terminó la campaña submarina Underwater Oases of Mar Del Plata Canyon: Talud Continental IV, una investigación que llevaron adelante investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina CONICET, con la colaboración del Schmidt Ocean Institute. La exploración implicó adentrarse en el Atlántico Sur a 300 km de la costa de Mar del Plata y luego, el descenso al cañón submarino del mismo nombre. Resulta que la expedición se transmitió en vivo y en directo por Youtube durante los más de 20 días que duró, desde 3.900 metros de profundidad y alcanzó casi 18 millones de visualizaciones en tres semanas. De pronto, “el streaming del CONICET” empezó a ser el tema de conversación y noticia dentro y fuera del país, las imágenes eran seguidas por millones de personas desde sus casas, escuelas, bares y hasta gimnasios. Me pregunto qué fue lo que nos conmovió como lo hizo, qué causó en nosotros, terrícolas todos, esa reacción. En este mundo de aceleramiento e inmediatez, ¿qué hizo que la atención se posara durante horas y días en el hallazgo, lento y pausado? Quizá haya sido la maravilla del asombro que nada tiene que ver con la tensión del sobresalto.

Durante las transmisiones volví a las imágenes de las formas, colores y texturas indecibles que únicamente he visto ahí abajo, buceando. Pensé recurrentemente en cómo son los tiempos y cadencias cuando se está adentro del océano, en la pérdida de control sobre el cuerpo a cambio de manejar correctamente y mejor que nunca la respiración. Recordé, sobre todo, el sonido del mar cuando se está en él y ese recuerdo me llevó a los otros dos sonidos que se instalaron como faros guías en las aguas de mi memoria: el que hace una enorme manada de elefantes mientras avanza por una planicie del sur de África y la preciosa retahíla de eses en la voz de mi abuela cuando hacía el rosario murmurando. Sí, tanto pueden conmover el fondo del mar y su sal.

Se calcula que en la expedición se “descubrieron” más de cuarenta nuevas especies entre las que se incluyen anémonas de mar, pepinos de mar, erizos de mar, caracoles, corales y otros tantos más. Vimos seres que no entraron en el arca y que jamás se anoticiaron de un diluvio universal, descubrimientos que son en realidad reencuentros porque ver el fondo del océano es lo más cercano y certero acerca del origen de nosotros mismos. ¿Habremos sido alguna vez como esos seres amorfos e inquietantes? Pienso en el precioso poema El templo de la naturaleza en el que se narra el origen de la vida bajo las olas sin orillas, en formas diminutas que se mueven en el barro y que florecen luego de sucesivas generaciones adquiriendo poderes, respiración, aletas, pies y alas… Lo escribió Erasmus Darwin, quien luego tendría un nieto que llevaría su mismo apellido y se dedicaría a confirmar lo que proponía su abuelo cambiando la historia de la ciencia, de las sociedades y de la humanidad para siempre.

Hay que ver de qué manera nos moviliza conocer lo que desconocemos, poder ver y asomarse, saber qué es lo que hay más allá. El asombro y la alegría infantil y transparente de reconocernos en un otro, en una estrella de mar culona, por ejemplo. Reconocer y abrazar lo que implica el ser testigos del hallazgo, emocionarnos y conmovernos por millones de personas ha sido el más bello y multitudinario acto de defensa de la Universidad Pública Argentina en el desolador presente gubernamental que atravesamos.

No es la luz la que crea, la luz alumbra lo que ya ha sido creado y se ha cocido en la oscuridad. Entonces es en esa oscuridad profunda donde se mitiga el miedo existencial de la condición humana porque es la comprobación de que al final, en lo más recóndito, en donde no se imagina posible la vida, de pronto esta explota en formas nuevas inimaginadas. El fondo del mar es el origen y la continuación, es lo que sigue, es el más allá. Es en el fondo del mar donde habita la promesa y la confirmación de una vida eterna.