2 de septiembre 2025, El Espectador
Envío esta columna la víspera de la audiencia pública del 1º de septiembre en Bogotá, sobre el Proyecto de Ley 002 de 2025 que “establece un tratamiento penal diferenciado para el desmantelamiento y sometimiento de organizaciones al margen de la ley, y reglas para la consolidación de la paz total, el orden público y la seguridad ciudadana”. Más allá del encuentro (o desencuentro) del lunes, ésta es mi visión del proyecto.
Comienzo por decir que yo creo en las segundas oportunidades, y no considero que nadie tenga la autoridad cuasi-divina de decidir quién merece o no otra puerta abierta, otro camino concertado legal y pacífico para regresar a una vida civil con derechos y deberes ciudadanos. Por eso mismo no creo en la pena de muerte ni en la cadena perpetua; no creo en las supremacías morales, en los laberintos sin salida ni en cárceles donde 20 años de barrotes funjan de varitas mágicas y conviertan en santos a los convictos. Creo sí en justicias más restaurativas que punitivas, y en el derecho de las comunidades a ver cumplida su esperanza de vivir y morir sin miedo y sin violencia; creo que los territorios merecen más azadones que fusiles, más ventanas a la legalidad y menos economías clandestinas rigiendo el devenir de pueblos crónicamente olvidados por Estados ausentes.
No soy abogada, pero como defensora de paz considero que sin un marco jurídico que redondee el trabajo adelantado en las mesas y brinde garantías en un país que lleva cinco generaciones atravesadas por distintas fases de conflictos armados –agotadores mas no agotados– quienes saldrán peor libradas son las comunidades. El proyecto de ley 002 del 2025 debe ser ajustado y perfeccionado, pero recordemos que si no prospera un texto acorde no al ideal si no a nuestra realidad, el castigo no será para los alzados en armas ni para el gobierno: Las realmente damnificadas serán las comunidades que seguirán condenadas a más décadas de amenazas, minas, desplazamientos y devastación.
Más de 60 años de confrontaciones armadas no han dado paz ni bienestar; la violencia sigue cobrando víctimas y si “bala es lo que hubo y lo que hay”, tenemos que demostrar que entre velorio y velorio algo hemos aprendido, y que no estamos dispuestos a escribir el futuro con más tinta ensangrentada.
Mientras los agentes armados sigan ejerciendo control territorial no habrá respiro en Colombia, y la solución no es tener cien mil soldados más o helicópteros más feroces o más inteligentes. Ésta no puede seguir siendo una pelea entre dinamitas legales e ilegales, ni entre ejércitos con botas de caucho y botas de cuero. Debemos lograr una construcción colectiva, sin orillas, entre todos. El mundo binario no le sirve a la Colombia del siglo XXI.
De poco ayuda que los recursos mal habidos –que existen y circulan– se llenen de moho en sótanos de fiscalías, en caletas, en joyerías, en prostíbulos o en los bolsillos de los corruptos. ¿No sería preferible que estos dineros de economías ilícitas cumplieran alguna función honesta y útil y sirvieran para las transformaciones sociales y crear infraestructura en los territorios?
Muchos de los alzados en armas hastiados de la guerra sueñan con quedarse en su región, trabajar limpiamente, abrir carreteras, construir escuelas, sembrar caña y trazar acueductos. Creo que eso sería más útil que frotarnos las manos mientras ellos se derriten en una cárcel y nutren su repertorio de artimañas delictivas.
Ojalá el Congreso le dé al proyecto de ley 002 la oportunidad de un debate racional, realista y constructivo; no habría nada más irracional y destructivo que legislar como si éste fuera un país en paz.













