De lo humano y lo profano: de escritura, de ser mujer en un mundo diseñado para hacerte zancadillas, de los roles, de la familia, de maternidad, de sus tiempos universitarios, del cáncer y hasta de Dios. De todo eso y un poquito más, conversamos hace casi un año con la prolífica escritora que ha sido postulada para el Premio Nacional de Literatura-narrativa 2025.
El jueves 5 de septiembre de 2024, a las 16 horas, en la sala Ercilla de la Biblioteca Nacional, se presentó la novela Los años urgentes, publicada por Liz Ediciones. El objeto está trabajado a mano y a la antigua, se trata de un tomo generoso con tapa dura de cuerina roja y que en su interior guarda contenido un poquito (o muy) autoficcional. Con la autora nos reunimos antes, tal y como acordamos; le pedí este espacio para hablar con ella en la complicidad de las letras, y accedió con esa voluntad cargada de entusiasmo y chispa infantil que se le tatuó en las pestañas, ignorando irreverente que hace rato ya que navega sobre los setenta.
Nos sentamos en una mesita del Justicia Café. Ella dejó su bastón a un costado, encendí la grabadora del celular y ocurrió la magia cómplice. Me demoré en transcribir, lo que seguramente para la Del River no hubiera sido tema.
Ha pasado casi un año de ese encuentro.
En el plano personal, Ana María Del Río se ha convertido en mucho más que compañera de causas y pensamientos: amiga, lectora beta proyectos, consejera apañadora y entusiasta espectadora del crecimiento de mi hija. En el plano público y desde mi rol periodístico, esta escritora ícono de la Nueva narrativa chilena es siempre una caja de sorpresas, más allá de su trayectoria y talento incuestionable.
Le conté que quiero hablar con ella de lo humano y lo profano, para que hagamos un recorrido reflexivo de la vida y de su trabajo, porque es una figura importante en la escena cultural del país. Le explico también que quisiera hacer, algún día, un ciclo de diálogos de este tipo: lo llevo pensando desde que se nos murió la Carmen Berenguer, le comento.
Abrió sus ojitos de canica tornasol, sonrió de medio lado y me confesó que, si bien es un honor, le daba mucho miedo ser la pionera en esta loca idea mía.
Empezamos.
Leí en una entrevista que te hicieron hace tiempo que caíste de lleno en la literatura en un año muy intenso porque te diagnosticaron hepatitis, y ahí te pusiste a leer como loca. Pero me tinca que el bichito de la literatura te picó antes…
Lo que pasa es que era imposible no tener el bichito DE LA ESCRITURA saliendo de donde yo salgo, una familia extraña y normal a la vez. Toda mi vida he estado montada en dos caballos muy opuestos, muy resonantes y muy feroces. Sobre todo, en la época de la dictadura. Supe desde más o menos los siete años que no iba a pensar jamás como nadie de mi familia extendida por el lado materno, donde está todo mi linaje femenino; en contrapartida, mi familia paterna es una especie de pozo de silencio, lleno de hombres herméticos y solitarios. Son muy poquitos, los Del Río, y muy patriarcales, tradicionales, sufrientes y muy para adentro. En el libro verde de la familia el lema de la primera página es: “estos son los Del Río: nacieron, sufrieron y murieron”.
Además de tu presencia disonante en esta estructura tan tradicional dentro de tus familias de origen ¿hay algún otro primo o prima que pudiera considerarse “caso perdido” en la familia?
Desgraciadamente, no. Y eso que somos un caudal de más o menos 65 primos hermanos, todos cortados por la misma tijera. Eso sí, pongo como excepción a mi adorable prima menor: tenemos 21 años de diferencia y es una psicóloga loca, viajera, ha recorrido muchas vías, es un encanto y somos absolutamente amigas.
Es un súper tema, la familia, siempre, ¿no cierto? Si una se pone a ver la retrospectiva de las escrituras de la humanidad, pareciera que el punto de partida siempre es ahí.
¡O sea!, Sin ir más lejos, recién tuve severos reproches de varios miembros de mi familia por mi cuento de Santiago en Cien Palabras que obtuvo el Premio al Talento Mayor. Lo encontraron inadecuado, inmoral. Debería haberlo previsto, pero ellos nunca acaban de sorprenderme…
¿Cómo era tu relación con tu mamá?
A través de los años he conseguido reconciliarme lentamente con ella. Mi mamá tuvo una demencia senil muy potente, yo diría que era un gran Alzheimer incubado precisamente por esas presiones de haber estado callada todo el tiempo. Era una gran lectora y en su juventud escribía. Entonces, desde lo escandalosa de mi escritura, ella me leía un poquito en secreto y me decía de forma muy críptica que le habían gustado mis libros. Imagínate que, en pleno 1985, casi recién salido el Siete días de la señora K me dijo en voz muy baja que “era un gran estudio de la mujer”.
¡Qué lindo reconocimiento! ¿Y tu mamá, qué hacía? ¿Era dueña de casa, trabajaba?
Sí, trabajó toda su vida: primero en la casa, haciendo traducciones del francés, recibiendo un par de chauchas por lo entregado. Después, cuando murió mi hermano en un choque, a los 20 años, mi papá nunca más fue a trabajar. Se sentó en un sillón, y se quedó ahí. Si bien su cuerpo murió tres años después, claramente él partió sentado en esa poltrona justo después del funeral de mi hermano. Entonces, mi mamá empezó a trabajar en el Instituto de Educación Rural, escribiendo, haciendo memorias del instituto, impartiendo las clases que podía… En fin, en cualquier cosa. Era encargada de Relaciones Públicas y trabajaba de sol a sol, aplanaba las oficinas del Congreso sentada en las salas de espera, haciendo la guardia a los diputados para conseguir que aprobaran alguna ley procampesinado.
Entonces, ¿hay alguna especie de herencia de la pluma de tu mamá?
Ella había querido escribir toda la vida. De hecho, tuvo una revista de acción católica llamada Adelante; la inició y la mantuvo como durante siete años. Y escribía con el seudónimo Ana María.
¡Tu nombre! ¡Ay! Oye, y ¿cómo llevas tu propia maternidad, siendo madre de una hija?
Y… la llevo. Es peludo. La tuve siendo soltera y ha sido lo mejor de mi vida, me abanderé muchísimo con ella. Nunca pudo ser única, eso sí, porque inmediatamente comencé a vivir con su papá, que aportó a la relación otros dos hijos. Ella es guionista y de las buenas, fíjate.
¡Mira! ¡Abuela, madre e hija, las tres vinculadas al mundo de las letras!
Ahora, la Pauli odió literatura y castellano desde que entró al colegio y hasta que se salió. Le tuve que leer en voz alta Cien años de soledad. Pasé un montón de tiempo con ella. La saqué de muchos infiernos, y ella también a mí.

Una cosa es escribir sobre las mujeres y otra cosa es vincularte y sentirte parte de tu género. Conversamos de tu mamá, y entendemos que fue una mujer muy callada, con mucha represión en el camino. Y eso marca, para bien o para mal. Tú eres la porfiada de la familia, tratando de romper esta cuestión, pero de manera muy intuitiva. ¿Cómo es este acercamiento con las mujeres, para mirarte a ti misma?
Es muy especial. Durante toda mi niñez y adolescencia estuve mayormente relacionada con hombres, que eran los de mi familia. Soy casi la única mujer entre 50 primos. En la universidad era una especie de espárrago, no me conectaba, se reían harto de mí; era como extraña, pasaba mucho tiempo sola… En fin, era una rara ave. No me sentía parte de ningún grupo, mucho menos de un grupo femenino. Eso fue mucho después, en la dictadura, con los talleres literarios clandestinos en Vicuña Mackenna 6, al lado de Plaza Italia. Conocí a minas que me caían demasiado bien, como la Andrea Maturana, que era una especie de Caperucita Roja, muy chica y muy genial: me gustaba todo lo que ella escribía.
Respecto de tu escritura y de los bordes, ¿cómo trabajas el límite entre lo personal y la ficción?
Le tengo recelo un poco a eso, sobre todo ahora, que ante los ojos del bando enemigo de los caballeros la auto ficción está bastante feminizada y por lo tanto mirada en menos. En mis obras la autobiografía no existe, lo que sí hay son estos hilos de cosas que he vivido, personajes que he conocido y que a veces salen en la trama, como la zanahoria a la hora de disfrutar una carne mechada.
¿Y cómo te desprendes de ti misma a la hora de escribir, si no se puede?
Es que no me desprendo de mí misma. No quiero desprenderme. La realidad de lo escrito pasa a través de mí como un tamiz: mi escritura es un entramado de hilos, perejiles en la carne mechada, zanahorias, ajos… Lo personal son complementos, nomás. Son como infiltrados, aunque no se quiera.
Es lo que ocurre con Los años urgentes.
¡Sí, claro! Hay mucha infiltración en esta novela. Hay un trabajo de vida.
Hablemos entonces de tus tiempos universitarios. ¿Nunca tuviste acercamientos con el acontecer literario nacional? ¿Ni siquiera en la Católica, donde estudiaste?
En ese tiempo, la universidad estaba tomada por los hermanos maristas. La Facultad de Letras en los 70 era completamente zurda, mientras la de Leyes, completamente momia. Peleábamos todos los días con ellos. Había un grupo de alumnos muy tincudos y que formaban una especie de núcleo cerrado de poetas, “los elevados”, que en Los años urgentes aparecen como los compañeros del protagonista masculino y al que, por cierto, yo me moría de ganas de entrar. Todos ellos eran de izquierda, por supuesto. Justo uno de estos “elevados” estaba en mi curso; no era fácil entrar a un grupo de izquierda, como requisito había que leerse y exponer el libro de la Marta Haernacker “Los conceptos elementales del materialismo histórico”. Pero como soy obstinada, leí, memoricé y conseguí meterme. Ahora que lo pienso, tampoco fue tan difícil. Estaba dichosa, feliz, ¡por fin pertenecía a un grupo! Me sentí útil. Por fin hacía cosas en este mundo, cosas de verdad: íbamos a los campamentos, a las tomas, a los centros comunitarios. Alfabetizábamos, enseñábamos a leer con El Clarín en mano, con El Siglo, con La Bicicleta. Era una época gloriosa, este subgrupo del MIR en el que estaba metida en realidad era un grupo sin importancia, que más que articular desde la violencia iba a los territorios y estudiaba mucho, mucho marxismo… Era bello. Yo tenía esta urgencia loca por hacer cosas nuevas.
¿Y todo eso pasaba dentro de la universidad?
Sí. La Facultad era un reducto de pensamiento socialista, comunista, muy potente. Se estudiaba mucho y se hacían cosas románticas, pero muy esforzadas. Todo lo anterior conviviendo con una especie de palta con abrigo azul marino, un orador experto que predicaba y seducía a su audiencia desde el segundo piso del edificio de la Facultad de Leyes llamado Jaime Guzmán. Quienes lo escuchaban también vestían abrigos, como él.
Ya que hablaste de Jaime Guzmán, metámonos en la escritura del decir sin decir, en tiempos de dictadura. ¿Sigue hoy existiendo la censura? Recuerdo este cuento que hiciste donde un dictador pedía que lo mearan, y cómo saltó parte del taller a pedirte que no se te ocurriera publicarlo…
Eso fue escrito bajo el alero de los talleres literarios de ese tiempo, como el de Vicuña Mackenna 6 que te comentaba hace un rato. Qué inolvidable espacio, ese… Ahí se escribía con pie y con vida forzada, para escapar de un silencio también forzado, ese que se había tomado las calles por la dictadura. Ahí escribí ese cuento sobre un dictador que reunía a su pueblo para dar un discurso. Al final se abría el marrueco, los meaba y todos tenían que recoger ese pichí en frasquitos, tipo relicarios. Me acuerdo de que leímos ese cuento (y otros igual de alzados) en un acto a medianoche, en el Teatro ICTUS, donde también fue parte José Donoso. Atrás, entre el público, había un grupo de hombres con negros anteojos de sol. Hicimos la lectura temblando, pero la hicimos igual. Al final, uno de ellos se nos acercó y nos dijo que estábamos todos detenidos, salvo José Donoso al que le ordenó que se fuera a su casa. La respuesta del escritor fue que, o nos íbamos todos, o no se iba ninguno… Gracias a ese arrojo fue que pudimos salir de ahí.
¡Qué miedo, Del River, por la flauta! Si Donoso no hubiera ido al ICTUS, no estarías contándome este pedazo de historia. Hoy sigues yendo a talleres, ¿verdad? ¿Al de la Ina Groovie?
Sí, ahí estoy como alumna y puedo ser abuela de todas, con carnet. Las jóvenes son absolutamente las que dan el tono de la escritura contemporánea, llenan la vida, hacen las preguntas y proporcionan el lenguaje que una necesita. Al contrario, si me junto con mujeres de mi edad descubro que soy muda, que no tengo nada que decir. Soy una gran oreja oyendo, a veces cuento cosas entretenidas y muy locas que han pasado en mi vida… Yo me saco el sombrero ante las jóvenes. Hay una cosa generacional ahí, potente, que me seduce. Es un tremendo cocktail de fuerza, deslenguamiento y sensibilidad.
Tus últimos años han sido particularmente prolíficos ¡Te desataste escribiendo! Esta especie de revival, ¿tendrá que ver con esto de juntarse con las generaciones nuevas de mujeres?
Sí. Absoluta y completamente. Llevo ya como siete años en este taller de micro ficción de la Ina, en que tengo todo desordenado. Una vez a la Mary Rogers le mandé un turro de huevadas de micro ficción y me las encontró buenas, pero finalmente no pasó nada con ellas. A veces las miro y pienso que alguna vez tengo que sacarlas a la luz, pero es indispensable que el escritor o la escritora de hoy vaya a talleres en calidad de estudiante.
Es ese pulso joven el que no se puede perder, y me encanta ese espacio por la vida que me dan. El elixir de la juventud.
En esta racha productiva publicaste el Me he quedado con tu cadáver, que fue finalista del Premio Municipal de Literatura de Santiago 2024, y además ganaste el Premio Talento Mayor con el cuento Contaminación, de Santiago en 100 palabras.
Bueno, eso fue un ejercicio que nació precisamente en el taller de la Ina. La idea era escribir un relato en 100 palabras y que se refiriera a profesiones que no conociéramos, y que en lo posible no tuviera personas en él. Entonces a mí se me ocurrió esto de escribir sobre los elementos del aseo de un motel. Es como el viejo sueño de los escritores del Boom latinoamericano, de escribir un cuento sin personaje.
¿Y AUCH+ te ha dado más dolores de cabeza, o puntos de encuentro?
Es que con AUCH+ tengo la sensación de estar con una amante a la que yo le debo algo y nunca cumplo. Siento que debiera hacer mucho más, que por ejemplo debiera hacer un taller, y no lo hago. Pero en cabio estoy siempre haciendo asesorías literarias individuales… ¡Me encanta hundirme en el texto de las otras! Me gustaría, por ejemplo, ir mucho más a las concentraciones, a desfilar, ¡pero resulta que soy tan tímida!
Espérate, ¿te defines como una mujer tímida?
Absoluta y completamente chupada, tímida, impresionante. ¡No sabes cómo he tenido que luchar yo para hablar en público! Hasta el día de hoy, hacer una clase me da diarrea. Esta misma conversación que se volverá entrevista me tiene con diarrea. Pero estar en actos multitudinarios y ser parte, es importante. Es cierto, cojeo, tengo una pata como las huevas y todo, ¡pero no es solo el bastón! Es también el miedo. Me ha pasado siempre.
Me acuerdo de que, cuando salió Allende, fui a esa concentración gigante, pero fui dopada: me tomé casi medio frasco de Coramina, una cuestión que yo había visto que era buena para los desmayos. Me la embutía cada dos minutos, con el corazón a mil. No sé cómo no me dio un infarto.
Hablando de cómo el cuerpo traiciona de repente… ¿Hablemos del cáncer? ¿Cuánto tiempo estuviste con esa guifa?
Mira, bastante poco. Me lo sacaron al tiro. En ese tiempo trabajaba en la universidad Mayor, copiando ruts todo el día. Esa era mi pega, administrativa y muy monótona. De repente me empezó a doler la guata y dije, qué raro. Como nunca, fui al doctor, que también me dijo qué raro: hágase una endoscopía. Ya que soy una miedosa terrible y sabía que cuando te ponen anestesia la tontera te vuelve huevona y empiezas a decir cosas, de puro miedo me la hice a sangre pato.
¡Ay, pero bruta pa grande! ¿Cómo te hiciste eso?
Me aguanté la cuestión nomás, pero como después me mandaron a hacer una colonoscopía no me dio para tanto la porfía, acepté que me pusieran huevona y ahí al tiro salió el tumor, que estaba muy grande y encapsulado. El primer doctor que me vio dijo que me quedaban seis meses de vida.
¡No! ¿cuántos años tenía tu hija en ese tiempo?
Ya estaba grandota la Pauli, de hecho, fui con ella y al escuchar el primer diagnóstico me agarró de un ala para pedir una segunda opinión. Yo ya estaba en mi mente hablando con el Parque del Sendero y comprando féretro. La doctora que me operó sacó harto más, como el triple, para irse a la segura por el asunto de los bordes. Gracias a eso no tuve que hacer quimio.
Es que galopando en dos caballos la vida entera, pudiera pensarse que no hay mucho más en el camino que una enfermedad así…
Ah, pero ahora me he especializado en elaborar una serie de excusas fantásticas para no asistir a los eventos familiares. Te prometo, soy muy creativa. Uno aprende de autocuidado después del cáncer. Eso fue el 2010. Tal vez ahí podríamos situar ese destape prolífico sobre el que me preguntaste hace un rato: después del cáncer, dije: no puedo seguir esperando. Esta sobrevida hay que estrujarla. Y, de verdad, empecé una nueva etapa: corregí, saqué cuestiones, ordené mi computador… Fíjate, qué curioso, mis primeros cuentos los escribí cuando me avisaron que estaba esperando guagua. Como estaba soltera, mi hermano no me habló en un año. Nadie de la familia, en realidad. Es que imagínate el escándalo, era un pecado enorme.
Queda más que claro que vienes de una familia muy católica…. ¿Y tú? ¿Cuál es tu relación con la divinidad?
Sí, yo soy católica.
¿Practicante u observante?
Ambas. Y a veces, no. Es que hoy, lo que aprecio de verdad es la libertad religiosa. Ahora tengo la libertad para pensar, porque en mi familia no existía esa libertad. No ir a misa era
considerada una traición máxima. A mí, Dios se me abrió desde otra punta. Desde el sufrimiento, porque estuve metida con un drogadicto mucho tiempo después de separarme del papá de la Paula. Ahí las vi negras, y un día le dije a Dios, “oye, gallo, yo no puedo, hazte cargo tú”. Y Dios se hizo cargo de una manera impresionante, entonces la relación entre nosotros se volvió a crear.
Se nos acabó el café, pero la conversa, nunca. ¿Subamos al lanzamiento? Deben estar esperándote.
Sí, mira que tengo varias llamadas perdidas de la Liz: mi editora debe estar preguntándose dónde diablos me metí. Pero antes, pasemos al baño, mira que la Biblioteca es enorme y me toca hablar en público, así que obviamente soy un atado de nervios.













