La reciente decisión del gobierno de Chile de expulsar a 281 médicos extranjeros por emisión fraudulenta de licencias médicas no puede quedar reducida a un hecho anecdótico. El caso toca un principio que no admite dobleces: la probidad. En cualquier ámbito del quehacer humano debería ser regla incuestionable, pero en sectores donde se entrelaza la fe pública, los recursos del Estado y la vida de las personas —como la medicina— la exigencia debe ser doblemente rigurosa.
Los servicios de salud y otros espacios donde se juega la dignidad de lo humano no pueden tolerar grietas éticas. Allí confluyen los esfuerzos del aparato estatal, el sacrificio económico de millones de contribuyentes y, sobre todo, la confianza ciudadana. Cuando esa confianza se traiciona, el daño trasciende el caso particular: no solo se erosiona la credibilidad institucional, sino que se carga de manera injusta al erario público, financiado con el esfuerzo de toda la sociedad.
La expulsión de estos profesionales extranjeros en Chile debe ser entendida como un ejemplo y un parteaguas. No se trata de estigmatizar, sino de establecer que en ámbitos de tanta sensibilidad pública la probidad no admite concesiones. La fe pública es un bien común, y cuidarla es también un acto de justicia hacia todos quienes sostienen, con su trabajo y con sus impuestos, el servicio humano del Estado y de la medicina.
El dato que duele es que la mayoría de estos facultativos son de nacionalidad colombiana. Precisamente los médicos colombianos, con décadas y generaciones de esfuerzo y perseverancia, habían abierto una brecha para incorporarse a la medicina en Chile, salvando los parámetros de la enorme exigencia académica que caracteriza a esta profesión en el país. Con trabajo duro habían logrado establecer un nicho laboral en este extremo sur de América, nada fácil si se consideran los años de celoso escrutinio por parte del Colegio Médico de Chile y de los colegas nacionales tanto en el ámbito público como en el privado. Ese camino de legitimación, de reconocimiento ganado a pulso, corre hoy el riesgo de verse empañado por el fraude de unos pocos, cuando en realidad expresa el sacrificio de una comunidad médica que encontró en Chile una oportunidad de desarrollo y servicio y una comunidad que, en un principio reticente, comenzó a depositar en ellos su confianza.
Por eso mismo, la irresponsabilidad de quienes quebrantaron la probidad no solo afecta a los pacientes y al Estado, sino que golpea directamente a sus propios colegas extranjeros que ejercen la medicina en Chile con integridad y profesionalismo. La sanción, en consecuencia, debe ser también un llamado urgente a proteger esa distinción: separar con rigor a quienes traicionan la confianza pública de aquellos que, día tras día, sostienen con ética y compromiso un servicio humano indispensable.
Esto tampoco excluye a los médicos chilenos de la condena jurídica y social que corresponde a quienes hayan incurrido en las mismas malas prácticas y, en suma, delitos. La probidad no distingue nacionalidades. Pero es cierto que la migración médica presume un mayor grado de alerta y observancia de las normas, debido a las durísimas consecuencias que conlleva: tanto el eventual estigma social —que es una realidad impulsiva y difícil de contener— como el impacto profundo en la vida personal y profesional de quienes, lejos de su país de origen, sostienen una carrera en medio de exigencias dobles. Esa doble vulnerabilidad hace aún más irresponsable y grave la conducta de quienes manchan la confianza depositada en la medicina como servicio humano esencial.
Esta editorial internacional persigue establecer ese marco reflexivo e invitar a generar conciencia: la probidad en la medicina y en los servicios humanos no es solo un requisito legal, sino la base misma de la confianza colectiva. Y cuando esa confianza se resquebraja, lo que está en juego no es un trámite administrativo, sino la legitimidad de todo un sistema que se sostiene sobre el sacrificio común.













