En Chile, ya no basta con denunciar un delito. Si el crimen lo comete una fiscal y el objetivo es destruir políticamente a un opositor, todo el aparato institucional guarda silencio. No hay sumario. No hay investigación. No hay consecuencias. Solo una frase cínica y vacía: “la denuncia continúa siendo testimonial”. Y el país sigue como si nada.

Eso es lo que está ocurriendo hoy con la acusación hecha por Matías Muñoz, exsecretario ejecutivo de la Asociación Chilena de Farmacias Populares (Achifarp), quien confesó públicamente haber mentido en su declaración judicial contra Daniel Jadue. Dijo haber sido presionado para inventar una reunión que nunca ocurrió. Dijo que le ofrecieron su libertad si cooperaba. Dijo la verdad. Y nadie ha hecho nada.

Daniel Jadue, exalcalde de la comuna de Recoleta, en Santiago de Chile, y figura destacada del Partido Comunista, ha sido uno de los blancos más visibles de la persecución penal y mediática desde que lideró políticas públicas disruptivas como las farmacias populares, las inmobiliarias municipales y otras iniciativas que desafiaron abiertamente el modelo neoliberal. Hoy enfrenta procesos judiciales graves, pero una parte fundamental de esas causas —según ha confesado uno de los imputados— se habría sostenido en testimonios falsos inducidos por la fiscalía.

El 23 de julio de 2025, en entrevista con Radio Bío‑Bío, Matías Muñoz declaró que fue presionado directamente por la fiscal del caso, Giovanna Herrera, para entregar una versión falsa que comprometiera a Jadue con un supuesto soborno en una reunión que, según él mismo admitió, jamás existió. Dijo haber pasado 120 días en prisión preventiva antes de aceptar la oferta de mentir a cambio de beneficios judiciales. Y lo dijo con claridad: “Lo primordial era cagarse a Jadue”.

No se trata de una declaración cualquiera. Se trata de una confesión penal voluntaria, emitida por un imputado ya formalizado, que reconoce haber alterado la verdad judicial a petición de una funcionaria del Ministerio Público. La gravedad de esta denuncia —de ser cierta— no solo anula la validez de los cargos, sino que pone en cuestión la legitimidad de todo el proceso. Y, hasta hoy, el Estado chileno no ha hecho absolutamente nada.

¿Quién es la fiscal Giovanna Herrera? No es una fiscal subalterna ni una operadora externa. Es la persecutora titular de la Fiscalía Metropolitana Oriente y la funcionaria responsable del expediente contra Jadue. Su rol no es accesorio: es la autoridad que dirige la investigación penal, decide a quién se formaliza, qué evidencia se valida, qué cautelares se solicitan. Y lo que se le imputa —inducir a un testigo a mentir para incriminar a un político de izquierda— no es una irregularidad. Es un delito. Es prevaricación, es abuso de poder, es coacción. Y si se confirma, estamos ante uno de los actos más graves de corrupción institucional del sistema judicial chileno desde el retorno a la democracia.

Y eso lo cambia todo.

Porque si una fiscal del Estado presiona a un imputado para mentir en contra de un adversario político, estamos frente a una perversión estructural del Derecho penal. El problema ya no es la imparcialidad, sino la existencia misma del Estado de derecho. ¿Qué justicia puede garantizarse cuando quien representa la legalidad es quien la viola desde dentro?

La respuesta institucional ha sido escandalosa por su indiferencia. La Fiscalía no ha abierto investigación interna, ni sumario disciplinario, ni ha suspendido a la fiscal Herrera. Al contrario: declaró públicamente que el testigo declaró “con asistencia legal” y “libertad de expresión”, como si eso anulara el contenido confesional de una denuncia explosiva. Como si no importara que un ciudadano dijera: “mentí porque me lo pidió la fiscal”.

La prensa ha sido cómplice. Los principales medios han silenciado el caso, lo han relegado a las notas secundarias o lo han omitido por completo. Ningún editorial ha exigido la remoción de Herrera. Ningún canal ha cuestionado al Ministerio Público. Como si una operación judicial contra un político opositor fuera parte aceptada del juego institucional. Como si el lawfare ya se hubiera naturalizado.

Y ahí está el verdadero problema: cuando el poder comete delitos, la democracia chilena no sabe qué hacer. O peor aún: sabe, pero prefiere no actuar. Porque si el imputado no pertenece al mundo empresarial, si el fiscal representa al Estado, y si el acusado es un dirigente comunista, el sistema se permite todo. Incluso el crimen impune. Incluso el montaje judicial.

La calificación de nuestra justicia no baja por las encuestas. Baja porque la denuncia más grave del año ha sido ignorada por completo por quienes deberían garantizar la legalidad. Porque hasta ahora, nadie en el Consejo de Fiscales, en la Corte Suprema ni en el Ministerio Público ha asumido la responsabilidad de actuar. Porque cada día que pasa sin que se interrogue o se aparte a Giovanna Herrera es una confirmación tácita de que en Chile, delinquir desde la fiscalía es tolerable cuando el objetivo es político.

Y cuando eso ocurre, el problema no es Jadue. El problema es que la justicia ha dejado de ser justicia. Y lo que queda es cartón. Y el cartón arde.