La CELAC existe. Pero no incomoda. No sanciona. No articula poder. No emite resoluciones vinculantes. No tiene sede fija. Y sobre todo no molesta a Estados Unidos.

Es la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. Suena bien. Suena a unidad regional, a soberanía, a integración profunda. Pero en la práctica es lo contrario. Un organismo que agrupa a 33 países de América Latina y el Caribe y que desde su creación en 2010 ha logrado mantenerse activo… sin hacer casi nada.

Cada cierto tiempo celebra cumbres. Se emiten declaraciones. Se repiten frases como autodeterminación, desarrollo sostenible o cooperación Sur-Sur. Pero la CELAC no tiene peso político real. Porque fue diseñada para eso. Para estar. No para transformar.

Fue pensada como una alternativa a la OEA y eso ya era un avance. Dejar fuera a Estados Unidos y Canadá era un gesto político potente. Pero en lugar de consolidarse como un bloque autónomo con reglas comunes, la CELAC se convirtió en una mesa demasiado grande, demasiado difusa, demasiado cómoda.

Porque cuando no hay compromisos concretos, no hay riesgo. Y cuando no hay riesgo todos se sienten seguros. Por eso hay presidentes progresistas y conservadores, gobiernos de izquierda y de derecha, todos compartiendo mesa sin cuestionamientos profundos. Un consenso artificial que evita cualquier conflicto. O cualquier verdad.

La CELAC no tiene una moneda. No tiene banca regional. No tiene mecanismos de resolución de conflictos. No tiene defensa común. No tiene control sobre recursos estratégicos. No tiene siquiera un mecanismo de presión diplomática. Es una comunidad sin poder, sin dientes, sin columna vertebral.

Y ese diseño no es casual. Fue una forma de contener la fuerza que alguna vez tuvo UNASUR. Una forma de que todos estén sentados pero nadie actúe. Que nadie quede fuera pero nadie decida nada. Que todos firmen pero que nadie cambie el mapa.

La CELAC podría haber sido otra cosa. Podría ser el germen de una soberanía compartida, una coordinación energética, una política migratoria común, una respuesta conjunta a las crisis económicas impuestas desde el Norte. Pero para eso haría falta convicción. Haría falta coraje. Haría falta desobedecer al orden que impone el Norte.

Y eso no está en la agenda.

Mientras tanto los pueblos migran, las economías se fracturan, los gobiernos se alinean con tratados que refuerzan la dependencia y las empresas trasnacionales siguen saqueando territorios, litio, biodiversidad y agua.

¿Dónde está la CELAC?

Reunida en alguna capital. Publicando comunicados. Celebrando avances retóricos. Pero sin capacidad para enfrentar el verdadero dilema: ¿vamos a construir poder propio o vamos a seguir declarándolo sin ejercerlo?

En América Latina sobran organismos y faltan decisiones. Sobra diplomacia y falta soberanía. Sobran cumbres y faltan pueblos. Y la CELAC, hoy es el símbolo más elegante de esa parálisis.

Una comunidad que no incomoda, no transforma. Y que en vez de construir poder reparte discursos.