No es sátira. No es un mal guion de comedia negra. Es real. Benjamín Netanyahu propuso a Donald Trump como candidato al Premio Nobel de la Paz. Justo ahora. Justo mientras Gaza se desangra bajo bombas, mientras niños mueren buscando comida, mientras la historia grita y nadie escucha.
Trump, ¿premio de la paz? El mismo que abandonó tratados climáticos, bombardeó Siria, legitimó asentamientos ilegales en Palestina, insultó inmigrantes, glorificó la violencia y amenaza al mundo con más gasto militar si no se alinean con su voluntad. El mismo que se reúne con criminales de guerra en la Casa Blanca, los abraza y sonríe. El que hoy juega a ser emperador del planeta mientras predica paz con las manos manchadas.
Netanyahu, por su parte, no quiere premios. Quiere impunidad. Y busca darle a Trump un diploma para limpiarse el alma. Pero no da risa. Es sarcasmo diplomático con cadáveres detrás. Es una campaña de lavado moral a plena luz del día.
¿Un Nobel para este personaje? ¿Y el de Medicina al inventor del napalm? ¿El de Física al que diseñó el dron más letal? ¿Y el de Economía a los especuladores que lucran con la guerra? ¿El de Literatura a la inteligencia artificial que escribe discursos de paz mientras aprueban bombardeos?
Esto no es solo un despropósito. Es un síntoma. De decadencia institucional. De cinismo planetario. De un mundo donde el verdugo se disfraza de salvador y la prensa global aplaude.
El Nobel ya tuvo sus deslices. Pero esto sería su fin.
Y aun así no todo está perdido. Porque allá afuera hay pueblos que no creen en esta farsa, que siguen luchando, que no se rinden. Y mientras quede una sola voz que diga la verdad los falsos profetas no tendrán la última palabra.













