Cuando un solo niño muere, la humanidad fracasa. Cuando mueren miles y no pasa nada, la humanidad ya no existe.
Gaza sigue ardiendo. Y no es metáfora. Es concreto, sangre, polvo, vísceras de niños pegadas a las paredes, madres abrazando cuerpos rotos, hospitales colapsados y un Estado que bombardea cada día con precisión milimétrica y salvajismo milenario. Lo llaman defensa. Lo llaman guerra. Pero ya no hay guerra. Lo que hay es una masacre. Un exterminio programado. Una ejecución masiva con complicidad global.
Y mientras eso ocurre, el mundo organiza cumbres. Publica comunicados. Se toma fotos. La ONU, ese museo burocrático del fracaso, no logra ni siquiera detener el suministro de armas a quien asesina en cadena. Y las ONG, que antes saltaban por cada perro muerto en Ucrania, ahora guardan silencio cuando se desmiembran bebés en Palestina. Porque no es lo mismo ser ucraniano que palestino. No es lo mismo morir bajo un misil ruso que bajo un misil israelí. No es lo mismo un niño blanco que un niño árabe. No es lo mismo llorar por Europa que llorar por Gaza.
La prensa occidental ya ni disimula. Habla de posibles bajas civiles como si fueran errores estadísticos. Prefiere cubrir los ataques de Hamas de hace meses antes que contar las masacres diarias que ejecuta Israel. Todos repiten la misma fórmula. Condenamos la violencia. Llamamos a la paz. Israel tiene derecho a defenderse. ¿Defenderse de qué si no queda nada? Ni ejército. Ni escudos. Ni refugios. Solo hambre, polvo y cadáveres.
Y mientras tanto, ¿qué se hace? ¿Qué hacemos? ¿Qué haría el mundo si la ciudad masacrada fuera París? ¿Si las bombas cayeran en Toronto o en Madrid? ¿Esperarían también una resolución del Consejo de Seguridad mientras los niños se derriten bajo el fósforo blanco? ¿Le pedirían moderación al verdugo? ¿Le darían más armas?
Israel ya no necesita esconderse. No le importa el derecho internacional. No teme a La Haya. No escucha al Papa. No obedece a nadie. Porque sabe que nadie lo tocará. Porque tiene el paraguas nuclear de Estados Unidos, el blindaje moral de Europa y el silencio económico de China. Porque sabe que los muertos palestinos no cotizan en bolsa. No valen votos. No generan rating.
En el último mes más de 600 palestinos han muerto mientras esperaban comida en puntos de distribución humanitaria. Se los llama efectos colaterales. Pero no lo son. Fueron asesinados mientras esperaban harina. Matar de hambre y luego matar al que busca pan. ¿Qué nombre tiene eso?
Entonces, ¿qué hacer? ¿Esperar más informes? ¿Rezar? ¿Enviar camiones con arroz mientras llueven bombas? ¿Mandar condolencias mientras mueren 200 personas al día? Gaza no necesita compasión. Necesita justicia. No necesita pañuelos. Necesita escudos. No necesita promesas. Necesita que alguien detenga a Israel. Y si eso no ocurre, si ninguna potencia lo hace, si la ONU se lava las manos, si las ONG se borran, si los gobiernos árabes miran hacia otro lado, ¿quién lo hará?
¿Deberíamos enviar a Tel Aviv una explosión que devuelva el horror a quien lo reparte con precisión quirúrgica? ¿Es eso justicia o barbarie? ¿Y no es barbarie lo que ya está ocurriendo? ¿O el genocidio solo cuenta cuando lo cometen otros?
Lo dirán con horror. Lo llamarán terrorismo. Pero, ¿qué es más terrorista? ¿Lanzar un misil sobre una base militar o demoler 400 escuelas, 36 hospitales y matar más de 15 mil niños en un año? ¿Dónde empieza el terrorismo y dónde termina la impunidad?
No estamos ante una guerra. Estamos ante un experimento. ¿Hasta cuánto dolor puede tolerar el mundo sin hacer nada? ¿Cuántos cuerpos hay que juntar antes de que alguien diga basta? ¿Cuántos bebés desmembrados caben en una portada del New York Times antes de que se atrevan a decir la palabra prohibida?
Ya no se trata de Hamas. Ni de túneles. Ni de rehenes. Se trata de exterminar a un pueblo y borrar su existencia. Israel quiere una Gaza sin palestinos. Un mapa sin nombres árabes. Un futuro sin memoria.
Y eso no se detiene con discursos tibios ni con hashtags. Se detiene con sanciones. Con bloqueos. Con tribunales. Con justicia. O con rebelión. Porque si los Estados se arrodillan, tal vez los pueblos se levanten.
Algún día, cuando todo esto termine, los sobrevivientes contarán cuántos callaron, cuántos miraron hacia otro lado, cuántas ONG escondieron sus banderas y cuántos medios justificaron el crimen. Y ese día, la palabra humanidad no será un elogio. Será una acusación.
Epilogo
Gaza no necesita nuestras lágrimas. Las tiene todas. Lo que necesita es que el mundo deje de ser cómplice. Y si no lo detiene la ONU, si no lo detienen los gobiernos, si no lo detiene la historia, quien los detendrá? Porque cuando nadie escucha, la violencia se vuelve grito. Y esta vez, el grito viene del polvo, de la sangre y del hambre. Y no se va a callar.













