Cuando el presidente y el candidato no se reconocen en el espejo, el mundo entero tiembla ante el doble discurso del poder.
Nunca hubo tregua. Ni intención real de paz. La llamada entre Trump y Putin fue un gesto, un montaje, un acto más del gran teatro geopolítico. El mismo Trump que azuzó la guerra en Ucrania, que prometió armas, sanciones y destrucción total, ahora se presenta como un pacificador decepcionado. Dice que habló con Putin. Dice que no logró avances. Dice que está frustrado. Pero no dice la verdad.
Porque el Trump que aparece en campaña no es distinto del que gobernó. Es el mismo actor con otro libreto. Hoy necesita votos no cadáveres. Hoy busca capital simbólico no capital político. Pero detrás de sus palabras sigue intacto el plan: debilitar a Europa, aislar a China, contener a Rusia y controlar el petróleo del mundo.
En Washington lo saben. En Moscú también. Por eso nadie se ilusiona. Porque cuando Trump dice que quiere la paz, la Bolsa de Nueva York tiembla. Cuando afirma que la guerra “se podría detener en 24 horas si yo quisiera”, no habla de diplomacia. Habla de extorsión. De manipulación. De un poder que no se basa en principios sino en negocios.
Lo vimos con Corea del Norte, lo vimos con Irán, lo vimos con la OTAN. Trump no construye acuerdos. Construye chantajes. Por eso su llamada a Putin es irrelevante. Porque mientras hablaban seguían cayendo bombas. Y mientras prometía un nuevo orden, su maquinaria de lobby ya presionaba al Congreso para aumentar el gasto militar al 5 por ciento del PIB en todos los países de la OTAN.
A eso se le llama coherencia imperial. Trump dice una cosa pero actúa como siempre. Usa la amenaza, la propaganda, el miedo. Con Europa juega al amo. Con China al rival. Con América Latina al explotador. Y con Rusia, simplemente al espejo. Porque Trump y Putin no se enfrentan: se reconocen.
Ambos gobiernan desde el ego, desde el poder masculino, desde la soberbia armada. Ambos desprecian la democracia liberal aunque la usen como disfraz. Ambos entienden el mundo como un tablero donde se reparten zonas de influencia. Y ambos se sienten cómodos en la tensión permanente porque saben que allí está su rentabilidad política.
Pero lo más brutal no está en la llamada. Está en lo que vino después. Trump exigió que España y otros países europeos aumenten su gasto en defensa. Los amenazó directamente. Les dijo que si no cumplen Estados Unidos no los protegerá. Que están solos. Que se atengan a las consecuencias. Lo que en la guerra fría era un susurro diplomático, con Trump se convierte en amenaza directa.
Y mientras tanto la guerra sigue. Ucrania sigue desangrándose. Rusia sigue avanzando. Estados Unidos sigue vendiendo armas. Y Europa sigue sin entender que Trump no quiere detener la guerra: quiere manejarla. Que no busca paz: busca protagonismo. Que no quiere un nuevo orden: quiere que todo dependa de él.
En este contexto, la llamada con Putin es apenas una escena de un drama mayor. Lo que está en juego no es una tregua táctica. Es el liderazgo del mundo. Es la capacidad de Trump de imponer su modelo de poder global, un modelo donde la diplomacia se sustituye por el chantaje, los acuerdos por la humillación, la cooperación por la obediencia.
Pero incluso en este escenario sombrío hay algo que está cambiando. En Europa crecen las voces que rechazan el vasallaje. En América Latina se recupera la dignidad. En Asia emergen alternativas reales. Y en Estados Unidos a pesar del miedo, hay sectores que no quieren otro mandato de fuego, otro imperio sin ley.
Trump no es invencible. Su teatro tiene luces pero también tiene grietas. Porque un mundo que está al borde del colapso climático, humanitario y social, no soporta otro ciclo de barbarie. Y porque millones de personas en cada rincón del planeta ya entendieron que la paz no es una promesa de campaña. Es un derecho urgente.
Si los pueblos del mundo lo entienden, si los liderazgos emergentes se coordinan, si las regiones se organizan desde la justicia y no desde el miedo, ni Trump ni Putin podrán definir solos el futuro. Porque incluso en medio del teatro imperial, la historia tiene otra escena reservada. Y esa escena esta vez podría escribirse desde abajo.













