“Ni la crueldad, ni la violencia, ni la tortura me harán implorar clemencia, porque prefiero morir con la cabeza en alto, con una fe inquebrantable…” Patrice Émery Lumumba

Esta columna sobre Lumumba no son solo palabras, es un acto de justicia.

África estaba naciendo y el mundo ya la estaba asesinando. Eran los años sesenta y la descolonización avanzaba como un río de fuego. El continente más saqueado del planeta empezaba a gritar su nombre y desde sus entrañas emergía un hombre que lo encarnaba todo: Patrice Lumumba. Joven, autodidacta, apasionado, radical en su lucidez, imposible de domesticar. No era un militar, no era un tecnócrata, no era un títere de embajada. Era un africano que hablaba como si el futuro se estuviera quemando detrás de cada palabra. Y eso, claro, era imperdonable.

Congo Belga 1960. Apenas liberado del yugo colonial tras décadas de explotación a manos del rey Leopoldo II y las empresas belgas que trataban a los africanos como bestias de carga. Millones murieron en el saqueo del caucho, del oro, del cobre, del coltán de entonces. Millones. Y cuando llegó la independencia, la dejaron en ruinas: sin universidades, sin cuadros técnicos, sin Estado. Solo un papel firmado y un ejército entrenado para obedecer al poder extranjero.

Patrice Lumumba nació allí, en ese Congo mutilado. De familia humilde, trabajó como obrero, luego como cartero, estudió por su cuenta, se formó en derecho y letras y fundó el Movimiento Nacional Congoleño, un partido que no pedía caridad, pedía dignidad. No quería un país independiente solo en el papel, lo quería soberano de verdad. Con sus recursos en manos del pueblo, con su riqueza mineral al servicio del desarrollo africano. Con escuelas, hospitales, rutas, agua potable, industrias. No para Bélgica. Para los congoleños.

Y entonces ganó. En unas elecciones reales, libres, convocadas bajo presión internacional, Patrice Lumumba se convirtió en el primer Primer Ministro legítimo del Congo independiente. Tenía 35 años. Treinta y cinco. Apenas empezaba a hablar desde el podio presidencial cuando el mundo empezó a mover sus piezas para hacerlo callar. Porque no hablaba como debían hablar los líderes africanos. No agradecía a la corona belga, no pedía disculpas por su rabia, no se arrodillaba ante Naciones Unidas. Denunció la colonización, la masacre, la humillación. En plena ceremonia de independencia, delante del rey de Bélgica, dijo lo que ningún jefe de Estado había dicho jamás: “Nuestra independencia no es un regalo de Bélgica. Es fruto de nuestra lucha”.

Aquella frase fue su sentencia de muerte. A las semanas, comenzaron los golpes blandos, las presiones internacionales, las divisiones armadas financiadas por empresas extranjeras que no querían perder el control del cobre, del uranio y del oro congoleño. La CIA, el MI6 británico, los servicios secretos belgas, todos conspiraron. El Congo tenía 80 veces más uranio que Bélgica y una sola empresa, Union Minière, controlaba casi el 100% de las exportaciones. Y Lumumba quería nacionalizar. Y quería alfabetizar. Y quería unificar al país. Y quería expulsar a los mercenarios blancos del ejército. Era demasiado.

Fue derrocado en secreto, secuestrado, torturado y finalmente asesinado el 17 de enero de 1961. Tenía 36 años. Lo mataron a golpes. Lo enterraron. Luego desenterraron su cuerpo. Lo disolvieron en ácido. Para que no quedara ni rastro. Pero hay cosas que ni el ácido puede borrar. Su voz, por ejemplo.

Durante décadas se escondió el crimen. Se dijo que había muerto en combate. Que había desertado. Que era un comunista. Que quería dividir al Congo. Se dijo todo. Menos la verdad, que fue asesinado por querer liberar a África del saqueo. Que fue eliminado por decir que el coltán debía ser de los congoleños. Que fue destruido por soñar con una federación africana libre del FMI, del Banco Mundial, de Bélgica, de Francia, de los Estados Unidos y de las coronas invisibles que siguen dictando quién vive y quién muere en el continente negro.

Porque Lumumba no hablaba solo del Congo. Hablaba de Ghana, de Angola, de Mozambique, de Nigeria, de Sudáfrica. Hablaba de toda África. En 1960 el continente tenía apenas 27 países independientes. El resto eran colonias formales o dictaduras impuestas. Y las potencias europeas seguían controlando los puertos, los bancos, las minas. Francia gobernaba por medio de sus “territorios asociados”, Bélgica financiaba juntas militares, Inglaterra sembraba particiones étnicas. ¿Y quién se levantaba? ¿Quién decía basta? Un joven negro del corazón de África. Patrice Lumumba. Por eso lo mataron.

Sus enemigos fueron múltiples. Mobutu, militar entrenado por Occidente, se convirtió en su verdugo local. Bélgica, que ordenó su asesinato y luego pidió disculpas medio siglo después, como si eso bastara. Estados Unidos que lo vigilaba por “peligro comunista” aunque nunca militó en ningún partido del bloque soviético. Y Naciones Unidas que supuestamente debía proteger su gobierno legítimo y no hizo nada. Miraron. Se callaron. Permitieron. Como tantas veces.

¿Y África? ¿Qué fue del África de Lumumba? Después de él, el continente entró en una era de dictaduras apadrinadas por Occidente. Mobutu gobernó el Congo (rebautizado Zaire) durante 32 años, robando miles de millones, mientras el país se hundía en pobreza. Angola cayó en una guerra civil financiada por EE.UU. y la URSS. Nigeria fue capturada por las petroleras. Sudáfrica recién se liberó del apartheid en 1994. Y el continente entero, hasta hoy, sigue atrapado en un neocolonialismo disfrazado de ayuda internacional, de cooperación, de contratos “estratégicos”.

Pero su legado persiste. En los jóvenes que vuelven a leer sus discursos. En los movimientos panafricanistas que recuerdan su voz. En los pueblos que aún reclaman soberanía sobre el cobalto, el litio, el oro, el petróleo. Lumumba no fue solo un mártir. Fue una advertencia: así muere un hombre cuando decide que su pueblo merece vivir.

Hoy, más de seis décadas después, su frase sigue retumbando en la historia. “Ni la crueldad, ni la violencia, ni la tortura me harán implorar clemencia, porque prefiero morir con la cabeza en alto, con una fe inquebrantable…” Y sí. Murió con la cabeza en alto. Pero no murió solo.

El mundo que lo mató sigue en pie. Sigue negociando con dictadores. Sigue firmando contratos de saqueo. Sigue mandando tropas y vendiendo armas. Pero también sigue temblando cuando un pueblo recuerda a sus muertos con nombre y apellido. Patrice. Émery. Lumumba.

Epilogo

No queremos venganza. Queremos justicia. No queremos sangre. Queremos memoria. No buscamos dominar. Solo queremos respirar en paz, en nuestras tierras, con nuestras voces, con nuestros propios ríos.

Queremos una África que no tenga que esconder sus cadáveres para ser aceptada por la diplomacia.

Queremos una historia que ya no empiece con el asesinato del mejor de nosotros.

Queremos un mundo donde no se disuelva en ácido el futuro de un continente.

Queremos que el grito de Lumumba no se pierda en las selvas del olvido.

Queremos que la próxima vez que un africano alce la voz, no tenga que morir para que el mundo lo escuche.

El grito sigue ahí. No se ha ido. Y si el mundo aún no está listo para escucharlo, que se prepare.

Porque África sí está lista.