por Claudia Aranda
Entre la noche del lunes 16 y la madrugada del martes 17 de junio, hora local en Israel, Irán desató una nueva oleada masiva de misiles balísticos y drones sobre territorio israelí, alcanzando directamente zonas densamente pobladas como Tel Aviv, Haifa, Bat Yam, Bnei Brak y Petah Tikva. Más de 65 misiles fueron disparados en esta ofensiva, acompañados de decenas de drones Shahed.
El ataque dejó al menos 24 civiles muertos —incluidos menores de edad— y más de 350 personas heridas. Hubo además importantes daños en infraestructura: una refinería, edificios residenciales y la embajada de Estados Unidos en Tel Aviv. Aunque el sistema de defensa aérea israelí logró interceptar la mayoría de los proyectiles, varios impactaron con consecuencias evidentes.
Esta nueva ofensiva no fue un gesto aislado. Fue una respuesta directa al feroz ataque realizado por Israel la tarde del lunes 16, cuando aviones israelíes bombardearon deliberadamente la sede de IRIB —la televisora estatal iraní— mientras transmitía en vivo. El hecho fue calificado por múltiples organizaciones internacionales como una grave violación al derecho humanitario y a la libertad de prensa en tiempo de guerra.
El mismo día, Israel bombardeó también hospitales en Kermanshah, complejos nucleares en Natanz y objetivos militares en Esfahán, dejando más de 400 muertos en territorio iraní, la mayoría civiles. La ofensiva se llevó a cabo bajo el argumento de “prevenir ataques inminentes”, pero el resultado fue una masacre ampliamente denunciada por gobiernos del eje oriental.
En este contexto, el Consejo de Seguridad de la ONU se reunió de forma extraordinaria en Nueva York durante la madrugada del martes 17 de junio (alrededor de las 03:00 UTC), para abordar la escalada del conflicto. La sesión no concluyó con una resolución formal, pero sí con llamados urgentes a la contención. China y Rusia condenaron los ataques israelíes a instalaciones civiles, en particular a la televisora iraní. Estados Unidos se limitó a reiterar la necesidad de “mantener la estabilidad” sin referirse directamente a las acciones de Tel Aviv.
En paralelo, el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, Volker Türk, calificó como “inhumano e inaceptable” el sufrimiento provocado por los ataques recientes y urgió a las partes a proteger a la población civil. Su intervención fue leída en la apertura de la sesión del Consejo de Derechos Humanos en Ginebra, sin que hasta ahora se hayan activado mecanismos vinculantes de sanción o protección.
En Israel, las autoridades confirman hasta ahora 24 muertos, más de 350 heridos, cortes de luz, incendios y daños en zonas diplomáticas y urbanas. En Irán, se reportan más de 400 muertos desde el inicio de la ofensiva israelí y una devastación importante en regiones como Esfahán, Natanz y Kermanshah. La sede de IRIB fue completamente destruida.
Las reacciones no tardaron. China pidió el “cese inmediato de los ataques israelíes que han traspasado todos los límites del derecho internacional”. Turquía señaló que la escalada “ya no es defensiva, es destructiva”. Irak, Siria y Líbano, cada uno desde su flanco, advirtieron que una continuación de los ataques a objetivos civiles expandirá el conflicto a toda la región. Incluso Armenia y Azerbaiyán, rivales históricos, firmaron una declaración conjunta denunciando “una guerra sin freno que amenaza al Cáucaso”.
Y mientras el mundo árabe y asiático grita alerta, los países del G7 siguen haciendo equilibrio en la cuerda floja. En su cumbre de este fin de semana en Kananaskis, Canadá, los líderes occidentales se limitaron a emitir un comunicado débil, en el que evitaron toda condena a Israel. Reiteraron el derecho de Tel Aviv a defenderse, aunque las pruebas demuestran que fue Israel quien lanzó primero esta nueva fase de guerra abierta.
Trump, fiel a su estilo, dejó entrever la posibilidad de involucrar directamente a Estados Unidos, mientras el resto —entre diplomacia y silencio— legitimó la ofensiva israelí por omisión. No se trató de falta de información. Fue, como tantas veces, falta de voluntad política.
Lo que ocurre ya no puede llamarse escalada. Esto es una guerra de facto, ejecutada con armamento de precisión, cobertura mediática en tiempo real y un desprecio total por el derecho internacional. El bombardeo a IRIB marcó un punto de no retorno. No fue solo un misil. Fue un mensaje: la prensa también puede ser blanco si no está de tu lado.
El mundo observa, pero no reacciona. Las bombas siguen cayendo. Y lo que aquí se destruye no son sólo edificios, vidas o símbolos en Israel e Irán: lo que se pulveriza —y con consentimiento global— es el pacto civilizatorio que alguna vez nos pareció inviolable. Hoy, toda la civilización es blanco de esas bombas.













