Beatriz, la vecina, se mudó. Hace unos días dejó de vivir en la que era su casa, el departamento de adelante en este mismo piso. Casi instantáneamente y supongo que con el calor aún vigente de la última pava que puso para el mate, a su casa llegaron a instalarse los que ahora son los nuevos vecinos. Pienso en la enorme oposición que eso significa, en la romería de objetos que por unos días estuvieron apostados en la puerta del ascensor esperando a que les fuera asignado algún destino y en la irrupción de los gritos infantiles donde antes había un silencio sepulcral. Pienso en ese acto tan antiguo como nuestra especie que implica deshabitar un espacio y que rápidamente sea habitado por otro. Y resulta que, entre ir presenciando su ida y la llegada de unos otros me parece que la uróboros vivió en el pasillo mirando de frente a mi puerta durante una semana.

No se trata de lo que es una casa, se trata de lo que significa la casa en sus dimensiones materiales, pero también simbólicas. Imagino el asombro de esas paredes mareadas sin entender nada preguntándose por la ausencia de silencio y reflexión, anonadadas por el veloz intercambio y sintiendo el látigo de la desnudez debajo de la luz blanca de un techo, todavía albergando los clavos que soportaron a los cuadros de una artista plástica que vivía sola y expectantes por las decisiones que una joven y numerosa familia judía ortodoxa vaya a tomar respecto a su destino parietal. He pensado en Beatriz vaciándose mientras la vaciaba y en la nueva familia llenándose mientras la ocupa. Qué cosa fascinante que implican los contrastes.

Pienso en la casa, ese espacio, cubículo de aire y de intimidad. Plagado de atmósferas, de rumores de acontecimientos, de entrelazamientos entre objetos y personas, siempre con un olor y una temperatura propias. Donde sea que se esté, en cualquier lugar de una ciudad, siempre llega la hora de volver a casa. Espacios en los que se pueden crear hogueras para incinerar la propia historia y en las que automáticamente se puede empezar otra.

La memoria la estrené con la dirección de la casa de mi infancia, todavía me la repito como mantra u oración, letanía que me vuelve a esa instancia que me da paz, a mi abuela, a ese país y a esa ciudad, aunque paradójicamente en ese momento explotara de violencia, pero esa es la casa, el lugar en el que en la mesa se sientan la angustia y el remanso a conversar. Recuerdo y extraño a mi amiga L que nació con una enfermedad complicada en el corazón y sus padres vendieron su casa de entonces para pagar la operación y salvarle la vida siendo una recién nacida, pienso en que la casa de esa familia desde ese momento y para siempre será la que mi amiga tiene ahí, debajo del esternón. La primera añoranza. El primer lugar de soberanía. ¿Es necesario pensar en todo esto para pensar en la casa? En efecto, porque olvidarnos de la casa es olvidarnos de nosotros mismos.

Vivir en una casa es como amar a un otro, implica siempre, indefectiblemente, desprenderse.  Vivir en una casa es dejar algo de uno ahí y perderlo para siempre. Pienso en esa transición que implica entrar en una casa en la que antes vivieron otros y formarse una idea de quienes fueron, como un juego de pistas que se siguen unas tras otras tratando de armar en el imaginario alguna forma que tenga algún sentido. Encontrarse con todo ese vacío que alguna vez estuvo lleno de objetos y de expectativas, de decoraciones, de habitantes y de acontecimientos. Es inquietante pensar en que se empieza a vivir en un lugar que empezó mucho antes que uno, en un espacio del que jamás se tendrá certeza sobre qué fue lo que ahí, antes, sucedió. Huellas de otras vidas.

Una de las formas de lanzarse al precipicio es asomarse a las otras casas, lo hago desde la mía, sus distintas escenografías en edificios de un barrio céntrico de esta ciudad y encuentro alucinante el hecho de que jamás ninguna casa será igual a otra. Seguramente Beatriz esté colgando cuadros en otras paredes, del mismo modo que la nueva familia puso la mezuzá en el marco de la puerta, hace un par días. Lo hacían en el momento en el que cruzamos el primer “Hola”, justo antes de subir al ascensor.