Caminando por el microcentro me estrellé con una imagen distorsionada de la arquitectura porteña de finales de siglo XIX y principios del XX, en forma de reflejo, una proyección de esas fachadas sobre la superficie de un edificio espejado bajo el sol del medio día. Tuve sed de contemplarla y me detuve en esa esquina. Del poder de la imagen ya lo dijo todo la poesía, pero también es sabido que las palabras nunca alcanzan. ¿Cuántas posibilidades caben en una imagen? Aparece ese ruido ensordecedor que hacen algunas cuando encienden la radiomente, y en un eterno retorno vuelven una y otra vez exigiendo ser desmenuzadas.

Ante la escena, mi primer pensamiento fue el que corroboró con absoluto acierto, una vez más, la fealdad inconmensurable de los edificios espejados, símbolos por excelencia del ruido vacío de contenido, de la imposibilidad de la creación y la esterilidad de la idea. Es cierto que la belleza está en el ojo que la mira, y entiendo que en mis ojos que no pierden capacidad de asombro en esta Buenos Aires, esos edificios jamás podrán significar lo bello. Los edificios espejados hacen que todas las ciudades terminen viéndose iguales y por iguales entiéndase iguales a Nueva York, a la que tan bien le quedan y tan preciosamente sabe lucirlos. Es el único lugar en el que miro con honestos ojos de belleza a esos edificios, y debe ser porque a Nueva York no le interesa ser otra ni ser como nadie, ni parecerse o simular ser ninguna y entonces comprendo que ahí está el quid de la cuestión. Viene a mi mente el bello Poema 16 de Frank Báez, mi querido amigo poeta dominicano y las imágenes de su Santo Domingo y de ese New York.

Buenos Aires es una ciudad hermosa también por sus demonios, también por sus tragedias. Y tiene algo que comparte con pocas y que la hace superior a muchas: es caminable. Y entonces, como tremenda y preciosa que es, acapara varios sentidos al mismo tiempo y en ese carácter caminable sucede que uno avanza, contemplándola, a la vez que habla de ella y encima, señalándola con el dedo mientras todo eso ocurre. Buenos Aires es linda y lo sabe. Somete y nos rendimos todos ante su altanería. Es una ciudad vieja llena de fantasmas y de gente que, por lo menos una vez en su vida, amó. Tiene por ahí desperdigadas estructuras que son eco de otras épocas y circunstancias. Esta ciudad es un texto colectivo, un cadáver exquisito compuesto por los millones de personas que en todos los tiempos de la Tierra hemos venido a parar a este puerto, vaya uno a saber si a encontrar el alma o desprendernos de ella, o las dos.

¿Tanto puede impresionar el reflejo de unos bellos y antiguos edificios sobre la superficie de un feo y moderno edificio espejado? Sí, y me pregunto por qué. Está claro que la subjetividad es una construcción y que somos producto de todo lo que nos rodea, de lo que elegimos que entre en nosotros y de lo que nos posee y poseemos, pero también, y sobre todo, somos eso que únicamente somos cada uno de nosotros y absolutamente nadie más. Y por más que a Buenos Aires la comparen con Madrid y con París, no es ni será ninguna de esas dos, no le interesa y sólo por eso, es única, es mejor. Sólo hay una y es esta y queda acá. Ser es algo que no sabemos nombrar, algo que es, que no se puede reproducir.

El único encanto que tienen esos edificios es carecer de él. Entonces me pregunto qué es lo que se oculta detrás de la multiplicación de la imagen ajena y deformada, y contemplando ese reflejo pensé en las almas pusilánimes que agazapadas anhelan corrosivamente ser, estar o poseer lo de otro. Esa emoción que está lejísimos del homenaje y de la admiración y que se alimenta de su propia hambre.

Pensé en las personas que con su afán de reconocimiento desmedido lo único que hacen es ser la copia de otras y entonces ese reflejo porteño y amorfo, tan distante de la realidad, me vino a mostrar la que sería la imagen de la envidia. El plagio. Cuando alguien es genuino se nota, y cuando alguien no lo es, también. Aquellos seres, al igual que los insulsos y prescindibles edificios espejados, no tienen gracia en sí mismos salvo la de tratar de reproducir y reflejar un eco lejano y distorsionado de la magia y cadencia de un otro, componentes que son, en definitiva, los jamás colonizados en cada quien, y en los que conviven la emoción y el pensamiento, la mezcladora de cemento, el horno en el que se cocina toda creación.