RELATO

 

En el interior de la nave sentía mucho frío, un frío que iba penetrando en sus huesos, mientras los dos gatos salían a su encuentro. Querían sus abrazos y sus mimos, lo olfateaban una y otra vez, buscando algo en su interior. Intentando captar su estado de ánimo.

Él había recibido la triste noticia del fallecimiento de su madre, llevaba muchos años sin verla. Se sentía en deuda. Su familia siempre le había reprochado las largas temporadas que pasaba alejado dentro de un extraño mundo en el que él, intentaba sobrevivir.

Cuando los gatos vieron su mirada en aquella húmeda y oscura mañana, percibieron algo en el tono de sus palabras, olfatearon el cuenco de la leche, estaba vacío. Se acercaron al cuenco del pienso y estaba totalmente limpio.

La radio estaba apagada, él no se molestó en encenderla. Tampoco esa mañana sacó su linterna para dar un paseo rápido.

Estaba totalmente paralizado, se acordaba de la última vez que abrazó a su madre, cuando le hablaba de su ciudad natal, del día en que nació. Siete balas salieron del fusil de su abuelo, cuando vio a su nieto llorar, entonces se asustaron las gacelas que descansaban cerca de las montañas.

A las 10 de la mañana el sol se mantenía oculto detrás de una espesa niebla, él sabía que no podía estar en el entierro de su madre, el destino se lo había negado y sus hermanos se lo reprochaban de forma permanente. Le hacían entender que su madre sentía necesidad de verlo, tocar sus manos, contarle sus travesuras de niño.

Estaba solo caminando sin la compañía de sus gatos, quería localizar con sus ojos a los caballos que veía todas las mañanas pastar en la pradera.  Entonces empezaron a caer sus lágrimas sin darse cuenta y en el interior de su garganta nacía una extraña tristeza. La soledad, la lejanía, la incomprensión le habían negado la oportunidad de ver a su madre por última vez, abrazarla colocándole aquel sudario blanco, que le recordaba la sábana blanca con que lo tapaba antes de dormir.

̶ ¿Dónde está mi abuelo?  ¿Dónde está mi abuela?  ̶ se preguntaba una y otra vez ̶   ellos también murieron yo no estuve en su entierro.

El sol empezó a salir y el día poco a poco empezó a calentarse. Contempló los caballos, indiferentes a su sufrimiento, iban arrancando los trozos de hierba que masticaban con mucha fuerza. Los gatos seguían esperando su recompensa diaria. Pero no había ninguna señal en aquel hombre que se sentía traicionado por sus pasos, por su destino.

Cansado y desesperado, sonó su teléfono, vio el número sabía que era de su hermano.

̶ Hola, cómo estás. Hemos enterrado a mamá, todos estuvieron menos tú, el hijo predilecto el que más quería nuestra madre.

De repente se cortó la llamada, él no pudo decir ni una sola palabra, aquella extraña tristeza dominaba su cuerpo, dominaba su mirada.

Los gatos se marcharon dejándolo sólo frente a la vieja nave, un sol de otoño iluminaba sus ojos, mientras iba contando cuántos kilómetros le separaban de su madre.

Una vez más se convenció de su destino y aceptó la cruel separación que le alejaba de su familia. Miró los caballos y entró en aquella nave vieja y abandonada.