(Gracias, Grettel, por tu nota. Me diste justo)

Este asunto del mirar o no mirar tiene cola (dije cola, no culo, que viene inexorablemente asociado al mirar cuando a uno no lo ven).

Dos anécdotas:

Una, dice ella: “¿A vos qué te parece si cuando nos encontramos te doy un beso en la mejilla y acto seguido, mientras hablamos, te miro el bulto? ¿Te resultaría cómodo?”. Ella es dueña de dos portentosas tetas inobviables para uno, que sabe apreciar. Pero, detalle aparte, me dejó pensando. Y recordé ese videíto que hicieron sobre los piropos a un jovencito pintón. Me pregunté cómo me sentiría yo si los ojos de mi interlocutora se dirigieran debajo de mi cintura (una vez que pudieran superar el “Michelin” que porto estos últimos años).

Otra: una amiga publica en su muro “si no sabés qué hacer el 8M, hacéte una vasectomía”. Será feminista, pero muy bruta para mi gusto, así que se me ocurrió publicar en respuesta: “Ir, claro, es la única oportunidad en el año que se pueden ver culos y tetas libremente expuestas, y apreciar la variedad y generosidad de la Madre Natura”. No lo publiqué, pero me quedé pensando… Tampoco fui. Siento que violo un ámbito colectivamente íntimo.

Hace unos años fui con el Partido Humanista al 8M, detrás nuestro había unas pibas que revoleaban sus tetas al aire. Yo miraba y tomaba nota de los contextos: el de la protesta y el de mi cabeza. Lo que allí se exponía casi como bandera de lucha y lo que habría visto en un club nocturno (supongo, porque soy virgen de esas cosas). Si ellas mostraban ¿porqué no miraría? Solo que esas tetas no eran tetas… en ese contexto.

Al año siguiente, siguiendo la moda, unas pibas meneaban sus culos vibrantes en la esquina de Av. De Mayo y Chacabuco (pleno centro de Buenos Aires). Yo miraba y veía cómo lo que esos bonitos culos significaban para mí y esos culos que veía ahí, pese a ser los mismos no coincidían. El conjunto, la muchedumbre arracimada que los mirábamos divertidos y ellas tan frescas y muertas de risa, formábamos un ambiente poco propicio para la lascivia. Pero en algún rincón de mi interior…, digamos que me llevé un videíto de recuerdos.

No me considero un macho típico y no creo tener que deconstruir nada. Mérito de mi mamá que fue la que me educó con los parámetros de la “liberación” sueca y la moral femenina de los años 50 (femenina, dije, no feminista, aunque aspiraba) cuyo eje central era (y parece que resiste todavía) el pudor. Me vacunó contra los “avances”, tocamientos no invitados (no eso que dicen, no consentidos, porque cuando es consentido ya se tocó) y cosas por el estilo. Por demás me vacunó, digo yo, porque me quedo corto, siempre. Y siempre he sufrido presenciar el acoso cultural, esa actitud de macho ganador que se supone hay que tener frente a cualquier mujer.

Así que la deconstrucción la entiendo, pero no me calza. Ahora, esto de mirar, mmmm…

Dicen que el pecado está en la intención pero ¿qué daño hago mirando a alguien que me da la espalda (y el culo, obvio, si no…)? Y ¿por qué cualquier culo? Porque esos culos de exposición (un amigo habla del culo-patrón) ¿cómo no va uno a mirarlos si además, vienen presentados para eso? ¿Qué cosa es sino un jean ajustado?

Hace años que me pregunto para qué. Qué sentido tiene alterar mi medio interno con la visión de un objeto que no voy a poseer, ni se me ocurre, ni lo haría, porque si no soy capaz de insistir ¿cómo habría de acosar? Mi santa madrecita me está mirando…

Porque una cosa es el encuentro inopinado donde la presencia de la otra me atraviesa cada poro, adelantando la magia del choque sexual, del que uno no es responsable y no depende en lo más mínimo de la intención. Ese regalo de la vida que de pronto te deja culo al norte y la sensibilidad se te difunde hasta no saber dónde termina tu presencia y dónde, la de ella. Aunque siga su camino y yo, el mío. Ese misterio de comunicación sin palabras que se esfuma cuando el habla aporta las diferencias, mostrando el abismo que separa nuestros mundos.

Eso misterioso es sexo puro, dos energías afines que se topan en un arco voltaico, espontáneamente. Lo otro, es pura calentura evocada y al divino botón. Pero allí está. No es que salga a la calle a mirar culos para excitarme. Es como si el culo estuviera preimpreso en mi mirada y anduviera buscándolo, ¿para qué?

Preimpreso. Más bien, programado. Como soy macho, formado en las miradas ajenas,-las de los otros machos que proclaman y reclaman la presencia de los culos femeninos para afirmarse, y hacen coros para mostrar lo machos que son cuando están juntos- estoy programado para identificarme por la apetencia de un cuerpo de mujer. (Menudo lío se me armó cuando se me cruzó un varón precioso con una preferencia entonces no convencional). Y cuando tengo una a mi lado, me siento incómodo de que este programa fisgón se suelte automáticamente. Ahí fue cuando empezó a hacer ruido, tantos años hace.

Así que el tema parece que pasa por saber qué cosa elijo tener en mi cabeza cuando miro, cuando ando expuesto al mundo. ¿Lo dejo venir a mí o le pongo cosas? Acepto lo que hay a mi alrededor o impongo presencias ausentes, que sólo habitan en mí.

Eso que llaman deconstruir no es andar cuestionando qué se hace o se deja de hacer, aunque por algo se empieza. No se trata de imaginar nuevas conductas acorde con las intenciones feministas. Ellas hacen su cosa y la están haciendo bien. Tienen razón en combatir el machismo y son buena referencia para nosotros. Pero es un aspecto parcial de nuestro desarrollo humano. Ellas, bueno, todavía se están moviendo en la polarización. Es lo que corresponde en este momento. Pero no es el caso de acomodarnos para no violentar. En todo caso, habría que profundizar en nuestra humanización. Se trata de lo contrario, de no violentar para acomodarnos… ¿a qué?

Si el mirón violenta a una mujer, es porque la cosifica, la desconoce como humana, no ve en ella una intención que se despliega (cuando no lo tiene a él como objeto, claro, y cuando lo tiene, peor). Cuando miro a una mujer, la tomo como objeto y me propongo como objeto. Y aunque ése sea el juego normal, que ambos seamos objetos recíprocos para nuestro placer, eso recién se puede desplegar cuando el juego está planteado. Cuando ambos coincidimos en pedir el cuerpo ajeno y brindar el propio. Antes de eso, somos dos humanidades que se encuentran y necesitan, de comienzo, ser respetadas.

Yo no me respeto como humano si busco exacerbar mi instinto. Así, me encadeno a lo corporal y niego el despliegue de mi humanidad. En esa negación me encierro en mi individualidad, porque obturo la posibilidad de multiplicarme en el encuentro, de abrirme a las posibilidades que surgen de la común unión en lo intangible, condición necesaria para la mezcla de fluidos. Ver a la otra, no su cuerpo, sentir su sensibilidad, me permite soltar el culo preimpreso y liberarme de su peso, para comenzar a fluir en los detalles de lo humano, el brillo de sus pupilas, la suavidad de un pliegue en un gesto, algún silencio. Esas cosas que delatan lo humano cuando evade lo prefabricado de cualquier personalidad común.

La desproporcionada búsqueda de ciertas sensaciones en la memoria, y proponerlas a cada instante en cualquier situación, obedece a la ausencia de mi sensación de mí, esa que tendría que sostener cada momento de mi vida. Porque cuando me siento a mí es cuando puedo sentir al otre, reconocerle humanidad, que es como yo. Y ahí, entonces, estoy viendo más allá de su cuerpo porque estoy sintiendo más acá del mío.

Viviendo esa dirección, esa mirada humanizadora, no hay nada que construir ni desconstruir, porque no hay una imagen de mí que pueda contradecir la imagen de otre. Mientras busque componerme a imagen y semejanza de lo que fuera, no importa su bondad ética, estaré lejos del centro y del encuentro.

Y esto, claro está, no vale solo para el caso de las mujeres sino que es un caso más del vasto campo para humanizar.

De donde la lucha feminista es un paso adelante en el camino de la humanización. Para ser humano hay que saberse ser, algo, eso que se es y soporta su despliegue.

En definitiva, es el reconocimiento y la vivencia de lo humano en el otre, la clara vivencia recíproca de igualdad, lo que puede liberarnos en profundidad.

Y ese trabajo nos incumbe a ambes géneres.